El proceso de investidura del nuevo presidente de la Generalitat tensa las instituciones de forma muy grave. Después de que el presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent, se reuniera con Carles Puigdemont en Bruselas, el Gobierno anunció ayer su intención de recurrir ante el Tribunal Constitucional (TC) la resolución del 22 de enero en la que el presidente del Parlamento propuso a Puigdemont como candidato a la investidura. Como paso previo, el Gobierno pidió al Consejo de Estado una opinión urgente, y en apenas unas horas este organismo consultivo rechazó la intención del Gobierno, con el argumento de que aún no es el momento de impugnar la candidatura de Puigdemont. El Consejo de Estado coincide con el Ejecutivo en que la vía telemática o la delegación del voto son motivos para recurrir ante el TC.

El varapalo a la Moncloa es importante, y desmiente a aquellos que dibujan un Estado español con organismos sin independencia del Gobierno de turno. Aun así, el Ejecutivo anunció que continuará con el recurso ante el TC. Más allá de las cuestiones legales --ayer se criticó mucho al Gobierno con el argumento de que Puigdemont, como diputado, tiene derecho a aspirar a la presidencia-- este movimiento de la Moncloa llega en pleno debate en el bloque independentista sobre si Puigdemont debe (o puede) ser el presidente que gobierne desde «el minuto uno», en palabras de Torrent. Si el Tribunal Constitucional acepta el recurso del Gobierno, el presidente del Parlamento catalán y ERC pueden encontrarse con el dilema de obedecer, y romper la unidad independentista y el discurso de la restitución de Puigdemont, o desobedecer, y situarse de nuevo fuera de la ley, como el 6 y el 7 de septiembre. Se repite el nefasto cóctel que ha caracterizado al procés: una mezcla de posverdad (Puigdemont es el presidente legítimo y debe ser restituido porque tiene un mandato democrático que supera a la justicia); la pugna interna por el poder entre ERC y el mundo posconvergente que lleva a continuas huidas hacia adelante por miedo al sambenito de traidor; la judicialización como recurso preferido del Gobierno, y la utilización de las instituciones en un choque de legitimidades funesto para su credibilidad. Este cóctel ha llevado a Cataluña (y a toda España) a la crisis institucional actual. Y en lugar de rectificar, se persevera en la irresponsabilidad con empeño digno de mejor causa.