Filipinas ha tenido varios presidentes merecedores del máximo repudio. Ferdinand Marcos fue un dictador que rigió con mano de hierro y ninguna preocupación social durante más de dos décadas los destinos de más de cien millones de personas repartidas en multitud de islas. Joseph Estrada, un actor de cine metido a político fue un presidente inútil y corrupto hasta el punto que el Ejército, de la mano de una revuelta popular, lo echó. El actual jefe del Estado, Rodrigo Duterte, pertenece a esta cantera de presidentes, con la diferencia de que les supera a todos ellos en el más absoluto desprecio de la ley. No solo es un populista y un autócrata. Su orden a los soldados de que disparen a las rebeldes comunistas en la vagina le ha merecido el calificativo de macho-fascista. Hombre de gatillo fácil, al menos verbalmente, ha llamado a cometer asesinatos extrajudiciales en el mundo de la droga. Se calcula en varios miles el número de víctimas de esta campaña, ya fueran traficantes o consumidores. Filipinas tiene un problema muy grave de narcotráfico, pero convertir el país en un salvaje oeste no es ninguna solución. Y este no es el único problema de los filipinos. El más urgente es el de la pobreza crónica de la mayor parte de la población. Sin embargo, se prefiere atajar a lo bestia algunas de las consecuencias de dicha pobreza y no las causas. Duterte arrasó en las elecciones del 2016. ¿Cómo? Prometiendo acabar con la delincuencia.