La sensación de que en estas elecciones hay mucho en juego existía antes de que ETA asesinara a Isaías Carrasco. Es algo que viene flotando sobre la escena política española desde hace tiempo. Y se supone que hoy, 9 de marzo, más de treinta y cinco millones de españoles con derecho al voto van a tomar decisiones que zanjarán cuatro años imposibles y absurdos. José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy se la juegan: uno u otro no sobrevivirá fácilmente a los resultados electorales. En realidad, para que uno de los dos se pueda coronar como auténtico vencedor, necesitará un triunfo rotundo sobre el rival. Habrá de quedarse lo más cerca de la mayoría absoluta.

Hay que ir a votar. Sandra Carrasco, la hija del exconcejal socialista asesinado en Arrasate, se dirigió a los asistentes al funeral de su padre para pedir que la gente responda a los terroristas con las papeletas en la mano. Y tal vez su llamamiento contuviera algún mensaje oculto (¿quizás cuando afirmó que Isaías había muerto luchando "por la libertad, la democracia y sus ideas socialistas"?), porque en los blogs y webs donde anida el periodismo conservador no faltaron las descalificaciones (más o menos finas) a sus palabras. Hemos llegado a un punto en el que no se respeta ni nada ni a nadie.

Salida de tono

Personajes tan nefastos y desprestigiados como Francisco José Alcaraz, el todavía presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, aún exponía ayer sus teorías sobre a quién (y a quién no) hay que votar. No ha rectificado en absoluto sus manifestaciones de hace unos días, cuando aseguró que ETA iba a tener un gesto "para ayudar a Zapatero a ganar las elecciones, entregando una partida de pistolas". Hay que estar fuera del mundo.

Emoción en Arrasate, respuesta cívica en las calles, reflexión y, finalmente, silencio. Patxi López, con unas ojeras oscuras y profundas como boca de mina, camina por las calles portando el féretro de su compañero caído. Y esa unidad de los demócratas tan frágil.

El PP no se plegó a los acuerdos para convocar el lunes las concentraciones de repulsa al atentado, y ayer, en los grandes ayuntamientos de la Comunidad Valenciana, Murcia y de Castilla y León, se lo montó por su cuenta. Quizás Rita Barberá, la alcaldesa de Valencia, se había tomado al pie de la letra lo de ganar la carrera en la última curva.

Los jefes, por su parte, permanecieron tranquilos en los despachos y en sus respectivos domicilios. Zapatero y Rajoy pasaron la mañana trabajando, el uno en la Moncloa y el otro en la sede de Génova. Ambos tenían y tienen mucho en qué pensar. Su enfrentamiento ha alcanzado tal dimensión y tanta profundidad que todas la opiniones coinciden: uno de los dos no sobrevivirá (hablando en términos políticos) a la derrota de hoy.

Perder no es una opción; ganar depende. A la vista de cómo ha sido esta legislatura, una victoria mínima no le servirá de gran cosa al líder socialista; pero ese mismo éxito limitado tampoco colmará las aspiraciones del jefe del PP. Tener que negociar pactos con los nacionalistas de la periferia sería muy incómodo para Zapatero, y resultaría casi prohibitivo para la derecha españolista (por más que dicha derecha volviera al catalán íntimo de la otra vez).

A por la mayoría

Perder las elecciones desestabilizaría a la actual cúpula del PSOE. Aquí no hay derrotas dulces que valgan. Si no obtienen la mayoría absoluta, los socialistas necesitan al menos dejarla a tiro; de tal forma que para gobernar les baste con apoyarse en uno o (como mucho) dos grupos minoritarios.

Zapatero ha tenido que librar durante sus cuatro años de presidencia un combate constante y agotador que sin duda él hubiera preferido evitar. Rajoy, al que sus próximos definían como un hombre ecuánime y liberal, ha ido transformándose en una especie de míster Hyde incapaz de controlar sus instintos más reaccionarios. Solo el voto popular puede zanjar esta dura disputa y dejar a cada cual en su lugar.

Si el instinto ciudadano falla y las urnas no disipan el temporal, España puede acabar (entonces, sí) en una situación poco halagüeña.

Muchas reflexiones de estos días nos han devuelto de alguna manera a los momentos clave de la transición, cuando cada acto electoral marcaba el rumbo y definía por sí mismo el futuro. Lo normal hubiese sido que en estos momentos la ciudadanía pudiera acercarse a las urnas de forma más ligera , menos transcendente. Sin embargo, la pasión, los sentimientos e incluso el resentimiento ideológico han reaparecido con inusitada potencia. Ojalá sea su apoteosis final. España es hoy un Estado europeo, desarrollado y democrático. Que no nos vuelvan locos.