Asistí este fin de semana a una de las funciones de 'El alcalde de Zalamea' motivado por el hecho de la concesión de una de las Medallas de Extremadura de este año. Conozco desde sus inicios esta obra de arte vivo, cuyas representaciones han sido durante 18 años una palpable demostración de que el teatro puede llegar directo al corazón del espectador y recuperar la vivencia artística y cultural como goce colectivo, según dijo del acontecimiento Diana Carmen Cortés, en un artículo sobre sus primeras funciones, publicado en este periódico.

Lo singular de la actividad que ha recibido rutilantes elogios, se explica en la búsqueda de un teatro arraigado en valores propios que en Zalamea se daban excepcionalmente:

--La obra teatral es de las más conocidas de Calderón en la literatura mundial. J. M. Klein la llama "El canon de Policleto de la belleza dramática".

--El argumento tiene el atractivo de la referencia histórica fechada en el pueblo en 1.580, sobre la que se levanta el conflicto del honor personal del alcalde Pedro Crespo en lucha contra la afrenta de una violación, resuelta al final por un monarca democratizante, Felipe II, que aprueba la justicia popular, pues en su política decisión no desea alborotar al villanaje que ha hecho causa común con el alcalde frente a la soldadesca.

--El estilo poético y popular, por el que la pieza está considerada como primer drama costumbrista español que revela tipos, caracteres y hábitos del pueblo.

--La puesta en escena, donde todo lo anterior se conjuga en feliz relación con el espacio del lugar de los hechos y marco festivo de la hermosa plaza ilipense, en armonía con el pueblo volcado en la participación artística.

Zalamea, representando a su 'El alcalde...' rompía hace 18 años el silencio secular reviviendo una cultura con palabras, gestos, acciones, cantos, rasgos, límites y una configuración que manifiestan y afirman la personalidad propia del pueblo y de Extremadura. Pero lo más revelador era el irresistible entusiasmo y los aplausos encendidos del pueblo a la representación. Porque en lo más profundo de esta gente de Zalamea todos comulgan en el secreto arcano de una significación muy suya. Lorca decía: "El teatro no es de quien lo hace, sino de quien lo vive".

Recuerdo a Miguel Nieto y Eugenio Amaya, que hicieron nacer la actividad. Y con dificultades económicas. Pero estos dos creadores, capaces de sentir el teatro como una expresión de la realidad social, como un modo vital de realizar el compromiso cultural, tuvieron muy claro como conseguir la relación entre pueblo y teatro resolviendo los problemas de animación, información y captación.

El director, Miguel Nieto, con su profesionalidad y experiencia curtida en las campañas de animación y formación que el Centro Dramático realizó por los pueblos hasta 1993, ha desarrollado un trabajo encomiable. Su actual montaje con 600 actores sigue alcanzando un considerable relieve artístico.

El espectáculo, riguroso e imaginativo, confiere a la actuación vocacional un canto profundo, puro de lirismo épico, donde habla el corazón razonable de los personajes calderonianos, impecables de compostura escénica. Logra, a veces, cuadros muy bellos capaces de conmover, que se dan en el clamor de la soldadesca y labradores. También, Isabel Castro, que hizo el aprendizaje en aquellas campañas populares, aquí alcanza un meritorio trabajo con la participación de los niños. Las canciones tienen hálito poético y los juegos infantiles en la plaza son tiernos y vistosos.

Sin embargo, la obra, que ha ganado estos años en la ambientación de nuevas escenas, no ha avanzado en la declamación de los versos calderonianos.

En este sentido, la organización debería promover cada año talleres impartidos por especialistas. Recuerdo dos ejemplos de pueblos que han sabido mantener vivas otras joyas teatrales: 'El Misterio de Elche' y 'La Pasión de Esparraguera' fueron creados con la misma visión de participación popular y se siguen haciendo por artistas vocacionales especializados con el paso del tiempo en oficios que se han perfeccionado y transmitido de generación en generación, en una tradición que ha adquirido la elocuencia de los grandes episodios colectivos.