TLtos griegos, que tenían una visión bélica del universo, entendieron el análisis gramatical como un ejército colocado en orden de batalla, que es justo lo que significa la palabra sintaxis. Para un hombre del siglo XXI, la sintaxis se hace más asequible si la acercamos a nuestro terreno; por ejemplo, al ámbito de la familia. Un sujeto se matrimonia con un predicado fértil y, para adaptarse al contexto, se cargan de adyacentes y de complementos hasta convertirse en una oración ya simple, ya subordinada.

En la oración simple podemos intuir un elemento femenino y otro masculino. Para identificar al elemento femenino baste con observar que cuando en un análisis procedemos a divorciar al sujeto del predicado, el sujeto se queda con una mano atrás y otra delante mientras que la predicación se queda con los complementos, los adyacentes y, si le dejan, con los puntos y con las comas.

Supuestamente, el cabeza de familia de la oración es el sujeto, entendido como "aquello de que se dice algo", siendo el predicado "lo que se dice del sujeto". Esa es la teoría. La realidad es que el sujeto apenas es un don nadie, un simple nombre --o su representante legal, el pronombre-- y que goza de una fama pésima. Véase, por ejemplo, una película americana de persecuciones y obsérvese que el policía que va tras el delincuente siempre dice a los de la centralita: "atención, el sujeto se dirige hacia la 25 por Park Avenue". Nunca oirá tales cosas del predicado.

Otra prueba más de la insignificancia del sujeto es que se puede prescindir de él sin el menor remordimiento, y se le llama entonces sujeto elíptico. Cuando yo era pequeño, el padre era siempre un sujeto elíptico. Un sujeto que apenas aparecía por casa, siempre trabajando o en el fútbol o en el dominó. Las madres usaban su nombre como espada de fuego: como no te portes bien se lo diré a tu padre. Mano de santo. Por eso me asombraban esos muchachos medio montaraces que apedreaban farolas a plena luz del día. ¿Y si se entera tu padre? ¡Bah! Ese no se entera de nada, está siempre borracho. Era lo que se venía llamando un sujeto etílico.

Ante la simpleza del sujeto, la complejidad del predicado. Consta de verbo y complementos, y dicho así parece poca cosa; pero es que el verbo puede ser predicativo o copulativo y los complementos infinitos. A mi hijo, que es un sujeto en la edad propia de ir buscándose un verbo aparente con el que montar sus propias oraciones subordinadas, siempre le digo que se aleje de los verbos copulativos, que tras su facha atractiva y facilona y sus promesas de aclararte el ser, el estar y el parecer, se esconde un pozo vacío de significado que en cuanto te descuidas te complican la vida. Yo preferiría verle rodeado de verbos predicativos, menos pretenciosos quizás, pero que son la alegría de vivir, los que te enseñan a comer, reír, viajar, follar, y morir.

Por último están los complementos, es decir, la parentela. Y como en la propia vida, hay complementos del alma, imprescindibles y otros que están para dar color, para situarnos en el mundo o simplemente porque tiene que haber de todo. A los primeros se les llama complementos argumentales; a los segundos, circunstanciales.

Por supuesto, los argumentales son los hijos, los padres, los hermanos (cuando son bien avenidos) y ese amigo del alma que, si por un azar se suprime, tu vida se resiente y el sentido de tu oración queda seriamente mermado. Los estudiosos de la sintaxis llaman a estas cosas el complemento directo, el indirecto y el de régimen proposicional.

Los complementos circunstanciales, por su parte, son los cientos de conocidos con los que te cruzas a diario, pero también tu pueblo, tu trabajo, tu equipo de fútbol, tu partido político y tu creencia religiosa. Prescindibles, cromos que pasan de moda de una temporada para otra.

Este es el esqueleto de la oración simple. Y un día, después de muchos días, fugaces como una canción hermosa, te sientas en la terraza de un bar, te pones a pensar en estas cosas y te das cuenta de que tus complementos directos se te han hecho mayores: tus amigos, deshojándose como una margarita; tus padres, ancianos; tus hijos, adultos, deseando transmutarse de oración subordinada en oración independiente y libre. Y coges la mano de tu predicado, cierras los ojos, y das gracias por estos instantes en que te sientes un pequeño sujeto, diminuto y simple, sí, pero perteneciente a una oración complejísima, hermosísima, inconmensurable, y sin sentido.