Cuando yo era universitario, la mayoría de las carreras de letras de la Uex se estudiaban en Cáceres, mientras que la mayoría de las carreras científicas y técnicas se estudiaban en Badajoz (creo que así sigue siendo todavía). Por eso me sentía un bicho raro escribiendo poemas y estudiando Ciencias Ambientales, sin casi nadie de mi edad con quien compartir mi pasión literaria.

Para mí Cáceres era la meca poética de Extremadura, tanto los nuevos talentos literarios, como los filólogos más reconocidos, como los poetas que más me interesaban --Alvaro Valverde , Basilio Sánchez , Serafín Portillo , Ada Salas , Santos Domínguez -- estaban vinculados al norte de nuestra región más que al sur, tan sólo alumbrado por honrosas excepciones --Angel Campos , Luciano Feria , José Antonio Zambrano , Benito Estrella -- y, en medio de unos y otros, Irene Sánchez Carrón , que por entonces daba clases en Badajoz. Ella fue, precisamente, la primera poeta que me impactó en las distancias cortas, pues compartimos cena y cuadernillo en la entrega del Premio Santa Marina de la ciudad, la misma noche crucial que conocí también a Juan Antonio Méndez del Soto , quien sería, a la postre, mi primer editor.

Pues bien, corría el mes de marzo del año 2002 y un servidor nunca había hecho un recital de poesía en Badajoz, a pesar de llevar casi tres años viviendo y escribiendo en la ciudad. La primera oportunidad se me brindó en las bienhechoras tertulias de La Regenta. Allí, entre los muchos rimadores asistentes que mi memoria ha consagrado a un lugar privilegiado de aquella época de mi vida (recuerdo, por ejemplo, que aquel fue uno de los últimos lugares donde recitó mi inolvidable paisana Dulce Chacón ) se encontraban dos hombres de verso insobornable, ambos con los setenta y cinco ya cumplidos, a los que siempre tendré por amigos y mentores: el fallecido poeta cubano Julio Mesa, maestro del ovillejo, y el vivo poeta español --muy vivo, muy poeta y muy español, valgan las redundancias-- Bartolomé Collado , maestro del soneto. Ellos fueron los dos primeros poetas de tanta edad que la vida me daba la ocasión de leer y de tratar de tú a tú. Estaban todavía muy recientes las presencias de Jesús Delgado Valhondo y Manuel Pacheco en el poso literario de la ciudad, y Julio Mesa y Bartolomé Collado parecieron heredar, casi por obligación, esas aureolas de poetas veteranos con un camino que mostrar a los que veníamos detrás.

ME CUESTA escribir sobre aquellos años y aquellos recitales y no notarme cierto nudo en la garganta por todo lo que de ellos sentí como aprendiz y como muchacho con el sueño de ser poeta algún día. Y, sobre todo, por el nostálgico recuerdo de Julio Mesa, un hombre que tanta ausencia nos dejó a todos los que lo conocimos, siempre dispuesto a compartir un vino y hablarme de su Cuba natal, de su exilio en América y de cómo se terminó enamorando de una extremeña. Resplandecían rostros felices y palabras sencillas en aquellas citas semanales con la poesía y la amistad. Y a mí, todo oídos y ojos grandes, se me pasaban las horas volando.

Me pasmaban especialmente los versos de Bartolomé y la facilidad con la que sacaba sátira, chanza y pataleo de lo más cotidiano, a veces por escrito y a veces simplemente lanzado al aire; todo un ejemplo para alguien de mi edad y con mis aspiraciones creativas. Era la primera vez que no sólo leía a poetas experimentados, sino que además los trataba.

Han pasado doce largos años y Bartolomé está cerca de las nueve décadas, llegando a ser, si los cálculos no me fallan, el poeta activo de más edad en nuestra región. Se prepara en estos días un libro en su honor, titulado Estrambote , y no he querido dejar pasar la oportunidad de sincerarme sobre él en estas líneas. Empezando por el principio: no me fue fácil el trato inicial con nuestro homenajeado; lo habitualmente sobrio de su aspecto y lo comúnmente sarcástico de sus comentarios solían descolocar al más pintado, cuanto más a mí, el poeta más inexperto del grupo. Su presencia me inspiraba tanto acatamiento como curiosidad, pero la notoriedad de la que se le rodeaba --jamás pretendida en primera persona-- no me lo prometían nada accesible, menos aún porque hacía poco yo había visto una noticia de prensa en la que se anunciaba que Bartolomé acababa de recibir una importante mención poética en Italia, y aquello a mí me daba demasiado respeto.

Por más, eran muchas las personas que me lo habían retratado como un hombre reacio a falsas adulaciones (lo cual me agradaba) y también como un poeta duro en sus juicios hacia otros poetas (lo cual me asustaba). Pero allí estaba yo, sacando pecho en aquel primer recital pacense, con mis poemas juveniles y mi voz a medio hacer, leyendo para un público que en su mayoría me doblaba o triplicaba en años y me triplicaba o cuadruplicaba en libros publicados, y Bartolomé justamente frente a mí, mirándome fijamente, sin mover un solo músculo, ni siquiera cuando otros me aplaudían entre poema y poema.

Cuando terminé, para mi alivio, Bartolomé me miró condescendiente y hasta hizo el gesto de dar tres, a lo sumo, cuatro aplausos seguidos. Pero lo mejor fue lo que lanzó al aire, de esa manera tan suya, dirigiéndose a Juan Antonio Méndez, el organizador de los recitales, pero soltándolo para todos los presentes: Ya era hora que trajeras un poeta de verdad. Y fue el propio Juan Antonio el que vino a decirme casi al oído: Le has gustado a Bartolomé. Cosa rara y muy buena. Aquello sentó un precedente.

Muchas veces, después de esa tarde inolvidable, he vuelto a recitar en Badajoz con Bartolomé como oyente de honor, unas veces en La Regenta, otras en la Asociación de Bibliófilos, otras en alguna Feria del Libro y, más recientemente, en las tertulias del Café Victoria. Y aunque hubiera muchas otras personas en la sala --aprovecho para confesarlo también ahora-- él se llevaba casi siempre mis palabras más temblorosas y los nervios de leer un poema inédito por vez primera. Si notaba que a Bartolomé le gustaba, yo quedaba satisfecho; pero si intuía que Bartolomé arrugaba un paco la nariz, yo quedaba secretamente pendiente de corregirlo.

Creo que es importante para una ciudad como Badajoz, donde sus poetas, y más los de generaciones tan distintas, suelen convivir tan distantes, que haya conexión y se compartan intereses entre los unos y los otros. Con Bartolomé yo siento haberlo conseguido y siempre le estaré agradecido por haberme dejado participar de su mundo y de su forma de ser, y por haber tenido siempre una palabra de ánimo para mí. Una persona sin dobleces, a la que le he visto por dos veces cómo le brillaban los ojos de emoción: la primera, hablándome de sus hijos y, la segunda, escuchando recitar a sus amigos. Eso, creo, dice mucho de alguien.

Una persona, sin duda, de las que ya no abundan: sin posturas impostadas ni ripios de salón, sin tabúes literarios ni necesidad de casarse con nadie, tan valiente como claro, tan contundente como ejemplar, rabiosamente libre y actual, a pesar de sus casi noventa vueltas al sol.

Como una vez le respondí a alguien que quiso saber quién era aquel señor de bigote y porqué yo lo trataba tan cercanamente: se llama Bartolomé Collado, y es uno de los poetas más jóvenes que conozco.