Yo, igual que todos, he sido muchos niños. Y, por fortuna, a ratos, los sigo siendo. Cada edad nos enseña algo que debíamos aprender y cada edad nos roba algo de aquella inocencia que nos concedió los primeros asombros y hallazgos.

Es importante conservar a los niños que fuimos dentro de nosotros para no olvidar la raíz que nos formó y los deseos que nos hicieron madurar: el niño que aprendió a leer con el gato Micho o las aventuras de Gulliver; el niño que descubrió el sexo en un libro de ciencias; el niño que conoció el significado de la muerte por un perro al que atropellaron; el niño que entendió el sentido de la amistad jugando a fútbol o compartiendo travesuras con otros niños.

Hoy me gustaría rescatar tres edades casi al azar. Tres experiencias comunes, pero vividas como únicas en mi imaginación infantil. Tres niños traviesos, curiosos, felices, inocentes todavía. Tres niños que una vez fui. Tres niños que una vez fuimos todos.

Mi primer sueldo

Mi primer sueldo fueron 4.300 pesetas, en el verano del 89. Por extraño que suene, mi primer trabajo --que viví como una diversión y no como un trabajo-- fue en el mundo del cine, como extra en la lastimera película El crimen de Don Benito , cuyas escenas principales se grabaron en Zafra. El rodaje duró ocho horas y, además del sueldo, nos dieron para comer un bocadillo de queso, un botellín de agua y una manzana. Hay dos cosas que jamás he olvidado de aquel día de rodaje: el calor que pasamos, soportando la ropa típica y la caracterización de la época bajo un sol de justicia, y la escena del teatro en la plaza Chica, que hubo de repetirse por mi culpa ya que andaba haciendo el gamberro con otros amigos, también extras, y en mitad de la escena miré descaradamente a cámara. El director, enfadado, me llamó la atención por el megáfono y me ordenó salir de plano. Pasé mucha vergüenza en el momento, pero siempre me he reído mucho recordándolo. Las palabras exactas del director, Antonio Drove , fueron: ¡Coooorten!, ¿ese chavalín qué hace mirando a cámara?, ¿podéis sacármelo de plano? En la escena final, junto a la inolvidable actriz Enma Penella , se me ve durante tres o cuatro segundos. Soy el único niño de la escena, el de gorra, con cara pillo y mueca de deslumbrado.

El santuario

Por aquella época había pequeños santuarios a distintas vírgenes repartidos por las calles de Zafra. Hoy no sé a ciencia cierta si quedará alguno. Recuerdo especialmente los de la calle Sevilla, la calle Tetuán y la calle Virgen de Guadalupe. Me sorprendían poderosamente las personas mayores que se santiguaban al pasar junto a ellos. Aquella forma de fe quedó perdida en las generaciones de nuestros abuelos. Muchos eran los que sentían devoción por aquellas imágenes y oraban allí mismo, en mitad de la calle. El santuario consistía en una pequeña efigie mariana pintada sobre azulejos, a la que se le había añadido en la parte inferior una especie de arriate para que los devotos dejaran flores, velas, monedas o cualquier otra ofrenda. Más de una vez me compinché con algún amigo para robar algunas de aquellas monedas del santuario de la calle Virgen de Guadalupe, justo a la salida de nuestro colegio, el Juan XXIII. Solíamos hacerlo en pareja, porque era necesario cogernos unos a otros en hombros para alcanzarlas. Y si la hora era muy concurrida buscábamos a un tercer compañero para que vigilara los alrededores desde la esquina del Bar México, no fuera a venir algún profesor o, peor aún, Don Joaquín Macarro , el cura de la cercana parroquia de San Miguel. Normalmente conseguíamos unas cuantas monedas de duros o pesetas, lo justo para comprar algún capricho en forma de cromos, caramelos o pipas. Sin embargo, recuerdo una tarde de verano, junto a mi amigo Poldi , que encontramos un billete de cien pesetas, uno de aquellos marrones con la cara del músico Manuel de Falla impresa, y decidimos gastarlo íntegramente en altramuces, allí en la esquina de la lonja, en el puesto del viejo Caíle . Veinte duros de altramuces, varios cartones bien colmados, demasiado para dos niños de siete años. Recuerdo que pasé varios días con dolor de barriga y un gran remordimiento de conciencia, imaginando que la Virgen de Guadalupe, nuestra querida patrona de Extremadura, me estaba castigando por el robo. Fue la primera vez que sufrí las durezas de una gastroenteritis y la última que robé monedas de un santuario.

Los esquemasdel padre Gonzalo

Después pasé algunos años interno en el San José de Villafranca. Allí nos daba clases de religión el padre Gonzalo , al que todos conocíamos como El Bombilla . El mote, tan brillante como su propia personalidad, le venía otorgado por generaciones anteriores a la nuestra. Su origen, quizá, debamos buscarlo en su calvicie, nunca lo supe con certeza. Sin embargo, cuando nos dirigíamos directamente a él, al contrario que a la mayoría de los curas, a los que solíamos llamar por su apellido o por su ocupación en la jerarquía del colegio --estaban el padre rector, el padre prefecto o el hermano enfermero, por ejemplo--, al padre Gonzalo le llamábamos simplemente Gonzalo, un vocativo familiar, digno de una persona accesible para nosotros, siempre bromista y dispuesto a dialogar de temas tan poco eclesiásticos como el fútbol o el sexo. El fue la primera persona a la que le escuché pronunciar la palabra masturbación y el primer cura al que vi fumando. En sus clases no sólo nos hablaba del cristianismo, sino que abordaba otras muchas creencias religiosas y temas tan interesantes como el racismo histórico, la deuda externa de los países subdesarrollados o la presencia de alma en los animales. Todo lo explicaba a partir de extensos esquemas. Esquemas de llaves o esquemas de flechas, esquemas de cajas o esquemas de flujo, pero siempre majestuosos esquemas que tardaba en confeccionar varias clases, emborronando para ello varias pizarras al completo. Nosotros, para estudiarlos adecuadamente, teníamos que pegar cinco a seis folios en cascada, si no, nos era imposible. Esquemas a varios colores, los títulos en mayúscula y las distintas categorías subrayadas por círculos o rectángulos. Me he deshecho de casi todos los libros y apuntes de aquella época, pero todavía conservo algunos de aquellos esquemas como si de obras de arte se trataran.

Sin duda, es muy importante conservar a los niños que fuimos dentro de nosotros, para no olvidar la raíz que nos formó y los deseos que nos hicieron madurar. Porque madurar y envejecer son dos cosas muy distintas. Y mientras seamos niños, todo está por descubrir y suceder.