Baltasar Garzón no tiene padrinos en el mundo judicial. Hijo de unos humildes trabajadores andaluces, estudió Derecho en la Universidad de Sevilla. En 1987 decidió buscar fortuna en Madrid y, un año después, llegó a la Audiencia Nacional. Tres meses le bastaron para saltar a la fama al ordenar en julio de 1988 el ingreso en prisión del exsubcomisario de policía José Amedo por su relación con el GAL.

Su vida dio un giro de 180 grados. Pasó de ir en metro a ser escoltado y encumbrado en las portadas de los diarios. Su carrera ha sido alabada y criticada por igual. Unicamente su empecinada lucha contra ETA y su entramado ha logrado el apoyo unánime a su trabajo. Sin embargo, las tornas han ido cambiando según las personas que investigaba. Por ello, ha sido, casi al mismo tiempo, un juez tenaz y valiente, incompetente y soberbio y ahora un prevaricador, el peor delito que se puede imputar a un magistrado (dictar a sabiendas una resolución judicial injusta).

Personaje irreconocible

Sin embargo, Garzón está por encima de estas opiniones y quizá este sea el mayor de sus pecados. Su poder en el juzgado central de instrucción número cinco de la Audiencia le ha convertido en un personaje en el que él no se reconoce. Aún mantiene sus amigos de la infancia y donde más disfruta es en Jaén, recogiendo aceitunas.

Hoy, su futuro y su reputación están en manos de Luciano Varela, el magistrado que le va a interrogar como imputado. Han sido necesarios más de 20 años para que Garzón cruce los 100 metros que separan la Audiencia Nacional del Tribunal Supremo acompañado por su abogado, Gonzalo Martínez Fresneda. Muchos de los que le han buscado, ahora quieren que se exilie, que se vaya de la Audiencia. Dicen que lleva demasiados años en primera línea y que es necesario que cambie de aires.

Quizá lo haga, pero antes luchará por recuperar su legado, pese a quien le pese.