A Rahma Ahmidam no le queda ni el consuelo de la duda. "Si me hubieran dicho --confiesa-- que Jamal estaba implicado en algo así, no lo hubiera creído. Pero él mismo me llamó y me dijo que se iba a suicidar. Así que no tengo más remedio que aceptarlo".

Han pasado casi seis meses pero Rahma, la madre de Jamal Ahmidam, alias el Chino, uno de los autores del 11-M que el 3 de abril se inmoló en Leganés, aún es capaz de repetir palabra por palabra lo que le dijo su hijo: "Mamá, es mi último día. Voy a morir hoy. Me voy a suicidar. Espero que les vaya mejor a los que vengan detrás de mí. Perdóname si te he hecho algo malo y bendíceme". Ella le preguntó: "¿Por qué es tu último día?". "Es la voluntad de Dios", le contestó. Y colgó.

Rahma llamó al número desde el que su hijo le había llamado. "¿Quieres hablar con Reduán?", le preguntaron al descolgar. Ella pidió por Jamal. "Mamá, no vuelvas a llamar", le dijo secamente.

Barrio humilde

Rahma y su marido Ahmed, los padres de Jamal, viven en Yamaa Mizuaq, un barrio humilde en las excrecencias populosas de la ciudad de Tetuán, de donde son originarios siete de los terroristas que perpetraron el 11-M. Las calles, desordenadas, se entrelazan en un laberinto sin encanto y lleno de suciedad por el que pululan decenas de jóvenes sin nada que hacer. Allí, como en todo Tetuán, el hachís y el desempleo hacen estragos y España está demasiado cerca como para no intentar dar el salto. Además, los islamistas, apoyados con el dinero de los barones del tráfico de hachís, son la fuerza política más influyente.

Sus palabras van dibujando el perfil de Jamal, que murió con 32 años dejando una viuda y un hijo, como el de un joven inadaptado que nunca encontró su lugar, ni en su familia, ni en Marruecos, ni en España, donde empezó traficando con hachís y acabó como un kamikaze.

La mujer traza la turbulenta biografía de Jamal, que hace 11 años inmigró a España huyendo de la policía marroquí, que le buscaba por un crimen cometido en Tetuán. Los padres aseguran que se le culpaba por "robo de coches", aunque periodistas locales afirman que cometió un asesinato.

Su papel en el 11-M fue crucial. Jamal financió la compra de explosivos con el dinero que ganaba vendiendo hachís al pormenor y fue uno de los terroristas que colocaron las bombas en los trenes.

La familia, muy humilde y apegada a las tradiciones, suplica que se dé sepultura a su hijo. "Estoy hundida. Mi hijo lleva seis meses en bolsas de plástico y no le entierran", dice. Rahma, que de sus 10 hijos tiene a ocho en España, asegura no entender los atentados: "Los nuestros se ganan allí la vida. Queremos a ese país".

Como la mayoría de marroquís humildes, es en la religión donde Rahma encuentra refugio a sus preguntas. "Jamal está muerto y ya no puedo reprocharle nada. El día del juicio final, Dios decidirá".

Calle arriba vive la familia de Rifaat Asrih, otro de los suicidas de Leganés. Para su padre, un profesor, la vergüenza de tener un hijo terrorista ha ganado la partida al dolor por su muerte. "Si Rifaat estuvo implicado en esos atentados, entonces ya no es mi hijo, no le reconozco y reniego de él", sentencia y reconoce que, desde lo ocurrido, recibe tratamiento psicológico. "Si uno emigra a España --clama-- es para trabajar y labrarse un futuro, no para matar a un montón de inocentes".