Nadie parece que tenga ganas de hablar en el bar Sa Societat, en el viejo Calvià. Hay tal silencio, a las diez de la mañana, que hasta se escucha perfectamente el sonido de los cubitos de hielo derritiéndose en el vaso al contacto con las burbujas de la coca-cola. El día es triste y caluroso. No muy lejos, en el bar Es Trinxet, los ancianos tampoco tienen ganas de hablar. Se han reunido como todas las mañanas, pero en esta ocasión, en vez de tomar el sol y hablar de los últimos fichajes del fútbol, leen los periódicos, incrédulos, con las banderas a media asta en el moderno ayuntamiento, que acoge el alma de la turística y sorprendida Palmanova.

"Nunca pensamos que esto podría pasar en Mallorca, y menos, en Calvià. Tardaremos años en olvidarlo", repite el alcalde Carlos Delgado a los vecinos que se acercan a las dependencias municipales, antes de tomar el coche para asistir, en Palma, al funeral por los dos guardias civiles asesinados.

Palmanova, en dirección al mar, es feudo de turistas de variadas nacionalidades. No queda una habitación disponible. 60.000 plazas hoteleras. Qué barbaridad. Aún no son las once y la playa ya está repleta de bañistas. Si se intenta no perder detalle o fijarse en el rostro de los veraneantes, nadie diría que aún no hace 24 horas del atentado con dos muertos, dos jóvenes agentes, Carlos y Diego, este último hijo de un conocido médico urólogo de Palma.

Muestras de los restos

La playa se llena, mientras los policías científicos, con batas blancas de plástico, toman muestras de los pocos restos que quedan del Nissan Patrol que voló por los aires. La calle de Na Boira, donde ocurrió el atentado, sigue acordonada. Los agentes municipales solo dejan pasar a un par de grúas para que retiren los coches que ya han sido inspeccionados. Y también a dos chicas; una lleva claveles y la otra, un ramo de rosas rojas. La oficina de denuncias de la Guardia Civil, moderna instalación con los cristales rotos, no recoge esta mañana ningún atestado por tirones o por bolsas desaparecidas en un descuido playero. Llegan varios guardias civiles con sus uniformes de gala. Quieren ir juntos al funeral. No faltan tampoco los turistas con sus cámaras digitales, un montón de periodistas y un automovilista, que se santigua sin detener la marcha de su Renault Laguna.

En la recepción del aparthotel Ponent Mar, en la playa de Palmanova, se ha colgado un papel que comunica a la clientela, mayoritariamente turistas de los países nórdicos, que al mediodía habrá una concentración a las puertas del establecimiento. No hay habitaciones libres hasta el 20 de agosto. "Nadie ha cancelado nada. Y las llamadas recibidas del extranjero han llegado por parte de clientes habituales, que se interesaban por nosotros, por si estábamos bien y no nos había pasado nada", cuenta Eduard Carulla, subdirector del aparthotel.

Joan Espina, el director del establecimiento, explica que el jueves no hubo demasiado nerviosismo entre sus clientes, pero sí muchas preguntas. El exatleta Martín Fiz, uno de los huéspedes, no llegó a tiempo para participar en una carrera popular, en Pollensa, que está de fiestas. Se quedó bloqueado en un control policial, a la altura de Sa Pobla.

Ya son las doce. La piscina del Ponent Mar se vacía. Curiosa la instantánea: los turistas ni se han vestido para participar en la concentración de repulsa. En bañador o bikini, descalzos... Todos ellos permanecen de pie, inmóviles, en la puerta, con los empleados y los responsables del aparthotel. Joan Espina, cinco minutos más tarde, da las gracias. Aplausos. Y otra vez todos adentro, aprieta el calor y el agua de la piscina está fresquita.

Aeropuerto vigilado

Camino de Palma hay un policía en cada esquina del paseo Marítimo: municipales, guardias civiles y policías nacionales. No hay atasco alguno para llegar al aeropuerto. Tampoco hay anormalidad en Son Sant Joan. Muchísima vigilancia, hasta en las plantas de los aparcamientos. Si el automovilista va solo en el coche no se libra de ser observado por los agentes. Nadie está saliendo apresuradamente de Mallorca. Hasta da la impresión de que son más los que aterrizan que los que despegan. El aeropuerto también se ha contagiado del silencio de la isla.