De las esperanzas de reconstrucción y bonanza económica a la inestabilidad crónica, los conflictos sectarios y otra guerra con Israel. Con estas palabras podría definirse la trayectoria en los dos últimos años y medio del Líbano, pequeño país de 10.452 kilómetros cuadrados, 3,5 millones de habitantes y medio millón de refugiados palestinos. Un territorio ancestral mencionado en 76 ocasiones en la Biblia y al que se llegó a calificar de joya de Oriente Próximo que, muy a su pesar, ha recuperado en estos 29 meses el papel de principal campo de batalla de la región.

Dedo acusador

Dos décadas de guerra civil acabaron en 1990 con los acuerdos de Taif, que definieron un nuevo reparto del poder entre las comunidades religiosas libanesas, rubricaron la tutela de Siria y abrieron un horizonte de tranquilidad para el traumatizado Estado. Pero todo saltó por los aires el 14 de febrero del 2005, en el momento en que estalló un coche bomba en Beirut que segó la vida del primer ministro Rafic Hariri, un hombre que no ocultaba su disgusto por la presencia de 15.000 soldados sirios. Sin que mediara una investigación previa, la comunidad internacional se apresuró a señalar con el dedo acusador a la vecina Siria, país que no reconoce la independencia libanesa, proclamada en el año 1941.

A partir de aquel fatídico día del 2005, los acontecimientos se sucedieron, las manifestaciones en contra de Siria se multiplicaron y el clamor de la comunidad internacional obligó a Damasco a ordenar el regreso de sus militares.

En abril de ese año, la resolución 1595 del Consejo de Seguridad de la ONU exigió una investigación internacional, y sirvió, además, para que Francia y Estados Unidos reencontraran el consenso perdido en el máximo organismo de las Naciones Unidas debido a la guerra de Irak dos años antes. Las elecciones de mayo dieron la victoria a las fuerzas antisirias, encabezadas por Saad Hariri, hijo del dirigente asesinado, al frente de una heterogénea coalición política que incluía a sunís, drusos y cristianos. El nuevo Oriente Próximo que pretendía erigir EEUU, en el que las fuerzas críticas con Irán y Siria, las dos potencias regionales antiestadounidenses, se aproximaba, y el Líbano era solo uno de los eslabones de la cadena.

Fracaso israelí

Pero --paradojas del convulso Oriente Próximo-- fue precisamente Israel, primer interesado en que se consolidaran en Beirut fuerzas antiiranís y antisirias, el que dio al traste con los planes de Estados Unidos. Un incidente menor (el secuestro de dos militares israelís por milicianos chiís de Hizbulá) motivó una desproporcionada respuesta militar israelí contra el Partido de Dios.

Tras 33 días de combates, las cosas quedaron como estaban, solo que las fuerzas prosirias en el Líbano resultaron reforzadas y la capacidad de disuasión del Tsahal --Ejército israelí-- menguada. Campo abonado para que el pasado mes de mayo surgiera, entre la inmundicia de un campo de refugiados palestino, un grupo llamado Fatá al Islam. Por vez primera se tenía constancia de la presencia de miembros de la temida Al Qaeda en el país de los cedros.