En la hoja de ruta del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, la recuperación de la memoria democrática ocupa un lugar destacado. El año pasado, lo vimos acompañando a los supervivientes españoles en el 60º aniversario de la liberación de Mauthausen. La semana pasada, en el Senado, vindicó sin tapujos la Segunda República y ligó aquel "periodo de sueños" a los valores que sustenta hoy la sociedad democrática española.

Incluso nombra de ministra de Educación a la catedrática Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo, una reputada especialista sobre el periodo republicano. Los mismos Reyes, en su reciente visita a Francia, no tuvieron inconveniente en homenajear a los centenares de exiliados republicanos y sus familias, asentados en Toulouse tras la guerra civil. La República, sin duda, goza de buena salud y está más viva que nunca entre nosotros como referente de un proyecto democrático, "abortado por un golpe militar", vuelve a meter el bisturí Zapatero.

Durante demasiados años, la República ha sido vista a través de la experiencia traumática de la guerra civil, un periodo caótico y de confrontación social que conducía inevitablemente a la guerra. Para los nostálgicos del franquismo y trileros del revisionismo historiográfico, la guerra no empezó con el fracaso del golpe militar del 18 de julio, sino prácticamente el mismo 14 de abril de 1931 y, desde luego, en octubre de 1934.

La caída de la monarquía

Anacronismo es, sin duda, el adjetivo más amable con el que calificar esta pérfida interpretación. Veamos los factores claves para comprender el proceso histórico republicano en el contexto de una Europa sumida en una profunda recesión económica y que viraba hacía regímenes autoritarios.

Tras el fracaso de la dictadura de Primo de Rivera, la monarquía no aguantó el primer envite electoral. A pesar del caciquismo imperante y la elección sin votación cuando en los diferentes distritos el número de candidatos era igual o inferior a los que habían de ser elegidos, nadie, ni el Rey, cuestionó el triunfo republicano, indiscutible en las ciudades.

Tras el resultado electoral, el país se puso de parto republicano. Las contracciones se fueron acelerando a medida que la gente se adueñó de las calles. Cuando los periodistas preguntaron al almirante Juan Bautista Aznar si habría crisis, el presidente del Gobierno se quedó atónito: "¿Qué más crisis quieren ustedes? España se acostó monárquica y se ha levantado republicana". Era un epitafio. Aquella misma noche el Rey huía por la puerta trasera del Palacio Real.

El martes 14 de abril nacía la Niña Bonita . El parto se adelantó en Eibar (Guipúzcoa) y en Barcelona, donde Francesc Maci proclamaba la República Catalana dentro de la Federación de Repúblicas Ibéricas. A media tarde, Niceto Alcalá Zamora, una persona de orden, católico y representante de la derecha liberal republicana, proclamaba, como presidente del Gobierno provisional, la República desde el balcón del Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol. Madrid era una fiesta.

Cuando se repite, con demasiada frecuencia, que en la transición política tras la muerte de Franco fue la primera vez que se consiguió la democracia de forma pacífica, se olvida, por ignorancia o interés, el advenimiento festivo de la Segunda República, la cual representaba, por otra parte, un seísmo político y vital de mayor calado.

Un impulso reformador

La irrupción de las masas por las calles el 14 de abril pasó página al régimen político liberal oligárquico y abrió las compuertas a la organización colectiva y democrática de las clases subalternas en partidos, sindicatos, cooperativas, ateneos... La República fue un régimen esencialmente reformador, destacando su impulso educativo en un país con un tercio de analfabetos. Se construyeron 16.000 nuevas escuelas primarias y se la calificó, no sin razón, como la "república de los maestros". La reforma agraria se convertiría en el mascarón de proa de todas las reformas y en la madre de todas las batallas. Pero tanto por su concepción moderada como por su tímida aplicación, no solucionó el problema social del campo y tan sólo sirvió para envenenar el clima político con unos propietarios heridos en su amor propio y unos campesinos frustrados, cuando no traicionados, por la propia República.

Conspiraciones

Además, la República fue acogida con sorpresa, recelo y franca hostilidad por la Iglesia católica. Las conspiraciones empezaron pronto y el primer aviso fue el golpe de Estado protagonizado en Sevilla, el 10 de agosto de 1932, por el general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil. Y es que la Niña Bonita fue violada a diestro y siniestro. A las insurrecciones anarco-sindicalistas de los primeros años le siguió la promovida por los socialistas en Asturias, en octubre de 1934. El general Franco, a las órdenes del Gobierno derechista, aplastó la insurrección asturiana, dejando tras de sí un millar de muertos, y muchos más heridos y encarcelados.

Clima de violencia

A la polarización social, que alimentaba a los extremos políticos, hay que sumar la atomización política y, principalmente, la fragmentación de los dos grandes partidos. La división interna del PSOE imposibilitó su apoyo al Gobierno surgido de la victoria (no cuestionada) del Frente Popular.

La CEDA se fracturó tras la derrota electoral y Gil Robles no logró evitar el abandono de muchos partidarios. La primera consecuencia fue el deterioro político por el aumento del clima de violencia en las calles. No obstante, como indica Santos Juliá: "Si las fuerzas armadas y de seguridad hubieran guardado su juramento de lealtad a la Constitución, no habría sido posible que los españoles se hubieran enfrentado en una guerra civil. La guerra fue consecuencia directa de un frustrado golpe militar".

La alegría, decíamos, en la casa del pobre dura poco y la guerra la transformó en una tragedia, que se prolongaría durante 40 años. No obstante, su recuerdo, como el primer amor, perdurará siempre y se convertirá en referente donde se edificarán todos los sueños de un mañana distinto y mejor.

Historiador.