Hay ocasiones en que la evidencia es tan insoportable que exige ser formulada para que la sociedad se vea reflejada junto a ella. Entonces hay que decidir si puede permitirse el lujo de que las culpas queden sin castigo. Si las felonías ni siquiera pagan el peaje del descrédito social, nada impedirá que vuelvan a producirse. Esa es la encrucijada en la que la sentencia del atentado de Atocha sitúa a la sociedad española.

La síntesis no es difícil: el PP, una vez que perdió las elecciones por su forma de gestionar el atentado, decidió persistir en el error. A partir de ahí se estableció una espiral diabólica que retroalimentaba los intereses del PP y los de una pléyade de supuestos periodistas que han acreditado que la información está al servicio de sus intereses. El Mundo estableció líneas de investigación solo en la dirección de sostener su tesis, cada vez más perversa.

El primer axioma era la autoría de ETA, pese a que era imposible de defender: no ha existido nunca una evidencia que relacionara a la banda con el atentado. El segundo paso fue aún más audaz y perverso: pretendía una conspiración de funcionarios públicos, exdirigentes socialistas y mandos enquistados en las fuerzas de seguridad que habrían sido instigadores o cómplices del atentado. La brutalidad de la acusación pretendía que se organizó el 11-M para desplazar al PP de la Moncloa.

Cada nueva diatriba de El Mundo, cada nuevo encargo a un confidente de cabecera, cada nueva insidia formulada sobre la manipulación de los hechos, ha tenido en la COPE su ventilador mediático y en el Grupo Popular, el político: Mariano Rajoy llegó a pedir la anulación de la instrucción del sumario.

La sociedad española, con una paciencia democrática franciscana, ha asistido a este espectáculo de irracionalidad sin poder hacer más que esperar a que la sentencia judicial zanjara una discusión imposible. No se puede establecer ningún mecanismo dialéctico fiable con quien no está sujeto a ninguna norma ética; con quien no se siente vinculado con la verdad y puede sostener una cosa y la contraria sin que le tiemble una ceja. Ahora hay una versión judicial de lo sucedido.

Los actuales dirigentes del PP pretenden que aquí no ha pasado nada. Tienen el cinismo, frente a las actas del Congreso y la testarudez de la hemerotecas, de pretender que ellos nunca cuestionaron ni al juez instructor ni los procedimientos. El cepillo de carpintero de esos comportamientos, la exigencia de responsabilidades políticas, la deben ejercer los ciudadanos ante las urnas. Allí se decidirá si los políticos que han tenido estos comportamientos pueden seguir en la política española.

Y, ¿qué hacer con la jauría mediática que ha pretendido sostener lo que era imposible solo para satisfacer sus intereses? Nuestro sistema democrático consagra la libertad de opinión hasta el extremo de permitir la existencia de periodismo como el que practican El Mundo y la COPE. Los periodistas que han obedecido las consignas de estos ayatolás de la comunicación no han querido ejercer su cláusula de conciencia y han firmando cada crónica, haciéndose cómplices de sus directores. Hace mucho tiempo que El Mundo y la COPE traspasaron los límites del periodismo sensacionalista para llegar a la cumbre de la manipulación de la información.

La encrucijada a la que nos somete la sentencia es sencilla: ¿puede la democracia española permitirse el lujo de aparentar que aquí no ha pasado nada grave? ¿Podemos tratar a los obispos españoles, al director de El Mundo y a quienes han colaborado con él con indiferencia hacia sus responsabilidades?

Una sociedad que no protege sus principios está indefensa. La sociedad española, sus instituciones y políticos deben saber que permitir la simulación de honorabilidad de estos sujetos nos haría a todos cómplices de sus procedimientos. Permitir que estos individuos quieran ser como los demás españoles es, sencillamente, consagrar que comportamientos como los que han tenido sigan siendo posibles en el futuro.