La UE es un actor internacional de primera magnitud: después de la ampliación agrupa a 450 millones de habitantes, algo más que EEUU y Rusia juntos, y su producto interior bruto sería (según unas fuentes u otras) entre el 20% y el 25% del total mundial. Un actor de tales dimensiones debería tener una política exterior ambiciosa. No es así, la política exterior común es el lamento europeo por excelencia.

Uno de los clichés más socorridos de los últimos 15 años habla de la UE como de "un gigante económico, un enano político". Pero casi nadie se pregunta por qué esta política común es tan débil, comparada, por ejemplo, con la política agrícola comunitaria (PAC). Las razones son múltiples. Ante todo, la UE es una organización de estados, y ello explica que los gobiernos sean los que conducen el barco; son a la vez el ejecutivo y el legislativo. La Comisión pugna por ser algo más que el ejecutor de la voluntad de los estados, pero su poder es comisarial, delegado. El pobre Parlamento se esfuerza, desde 1979, por ser lo que siempre promete y no le dejan: un verdadero poder legislativo. ¡Ah! ¿y quién no le deja? El Consejo Europeo. En una UE a 15, y ante un mundo tan incierto, desordenado y lleno de amenazas, constatamos desde Maastricht (1993) que aún pesan más las 15 agendas nacionales en política exterior que una hipotética agenda común. Imaginen con una UE de 25 estados. Desde luego hay problemas comunes, pero la regla de oro de la política exterior sigue siendo la prioridad de intereses nacionales.

Aplicado al Mediterráneo, y más allá de la retórica al uso, ¿qué tienen en común Finlandia, Portugal, España y Dinamarca? Lo que es prioritario para unos es marginal o nulo para otros. Ya se vio en la crisis de Irak: es más importante ser miembro del Consejo de Seguridad de la ONU que la supuesta postura común de la UE. La política exterior común, hasta nueva orden, seguirá siendo el mínimo común denominador (25 gobiernos).