La estructura del Estado no aparece nunca entre las preocupaciones ciudadanas en ninguno de los estudios de opinión que regularmente se publican. En ninguna comunidad autónoma. Pero es así no porque los ciudadanos no sean conscientes de la importancia que tiene para sus vidas, sino por todo lo contrario. Porque no tiene la condición de un problema del que los ciudadanos se preocupen, como puede ser el desempleo, la inseguridad ciudadana o la inmigración, ya que es la premisa a partir de la cual es posible dar respuesta de una manera ordenada y pacífica a todos los problemas que se nos plantean en la convivencia. La estructura del Estado es lo indiscutible sobre lo cual se puede discutir de manera ordenada y pacífica todo lo demás.

La estructura del Estado es como el aire que respiramos. No le prestamos atención hasta que nos falta o hasta que los niveles de contaminación resultan alarmantes. Como el aire, siempre tiene que soportar un determinado grado de contaminación, aunque mientras se mantenga dentro de determinados pará- metros, nos despreocupamos. Cuando el grado de polución resulta alarmante, la preocupación ciudadana desborda a la que se tiene por los demás conflictos. Con mucha diferencia.

Un seísmo

En realidad, éste es el único problema que por sí solo puede provocar un terremoto político de consecuencias devastadoras. En España ya sufrimos un seísmo de esa naturaleza, no en el momento constituyente, pero sí en la inicial puesta en marcha de la Constitución. Un seísmo que revolucionó el sistema de partidos que había presidido la transición a la democracia y lo dejó desequilibrado desde entonces.

Esa estructura de partidos era equilibrada, con dos grandes formaciones de gobierno, una de centroderecha, la UCD, y otra de centroizquierda, el PSOE, acompañados de dos grupos políticos, de derecha, AP, y de izquierda, PCE-PSUC, y de partidos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco.

UCD era un partido de centroderecha, reconocido como tal por los ciudadanos en todo el territorio del Estado, y con capacidad, en consecuencia, para relacionarse con normalidad con otros partidos, fueran nacionalistas o no, para garantizar la dirección política de la sociedad española. Fue lo que le permitió pilotar el delicadísimo proceso de la transición a la democracia.

Esa posición central saltaría por los aires a consecuencia de la incapacidad de UCD para responder al problema de la construcción de la nueva estructura del Estado, que la Constitución posibilitaba, pero no definía. Era el segundo gran escollo constitucional con el que la sociedad española se enfrentaba tras la muerte de Franco.

Había que pasar de una dictadura a una democracia, pero también de un Estado unitario y fuertemente centralista a otro descentralizado. UCD resultó capaz de dar respuesta a lo primero, pero no a lo segundo. El resultado fue su desaparición como partido.

La lección

UCD intentó dar respuesta a la estructura descentralizada del Estado como si se tratara de un problema exclusivamente catalán y vasco, y no de un problema de carácter general. Esa parcialidad territorial quedaría deslegitimada en el referendo de ratificación de la iniciativa autonómica celebrado en Andalucía el 28 de febrero de 1980. La lección del 28-F es que la parcialidad territorial inhabilita a un partido para gobernar España. Andalucía no podía ser la excepción, sino que únicamente podía ser la norma territorial.

Por eso creo que se equivoca Pasqual Maragall cuando afirma que en España hay tres naciones seguras y otra posiblemente emergente, refiriéndose a Andalucía. Andalucía, en lo que a la estructura del Estado se refiere, es Castilla, es centro, y no periferia. Por eso la desautorización de UCD no fue andaluza, sino española. De ahí que el terremoto andaluz tuviera un efecto devastador. Desde entonces, no hay un partido de centroderecha equiparable al de centroizquierda.

Una fuerza de extrema derecha, AP, que había tenido 7 escaños en las elecciones de 1977 y 6 en las de 1979, y que había planteado algo más que reservas respecto de la Constitución, justamente por la estructura políticamente descentralizada que posibilitaba, se ha convertido desde 1982 en el representante único de toda la derecha española, desde la que se encuentra en sectores de extrema derecha hasta la que se sitúa en posiciones de centro. Se trata, además, de un partido que es percibido por los ciudadanos como muy de derecha, y no como de centro, al que puntúan por encima de 7 en la escala de identificación ideológica, es decir, muy alejado del 5 que marca la centralidad.

En esa incapacidad del centroderecha de dar una respuesta aceptable en el conjunto de España al problema de la estructura del Estado, y en su sustitución por un partido de extrema derecha, está la raíz de su debilidad desde una perspectiva electoral.

El cuerpo electoral, que es el que constituye la voluntad general --en las elecciones nos pronunciamos millones de ciudadanos, pero habla un cuerpo electoral único--, se inclina de manera natural hacia las posiciones de centro, en las que los ciudadanos ubican al PSOE, y se aleja, en consecuencia, de manera asimismo natural, de la posición en la que ubican al PP.

Perfil derechista

Esa debilidad estructural marcó la trayectoria de AP durante los años 80 y ha marcado la línea del PP desde su fundación en 1989. Entre otras razones, porque la preocupación de la dirección popular por mantener la representación de la extrema derecha, impidiendo la incorporación de un partido de ese tipo al sistema político, se ha traducido en una acentuación de su perfil derechista.

El debate interno en el PP siempre se sitúa en la derecha del partido y no en su centro. Siempre son relegados los Ruiz-Gallardón y Piqué y confirmados los Acebes y Zaplana. El propio discurso de Mariano Rajoy se ha ido escorando hacia la derecha de manera progresivamente ininterrumpida y acentuada. De esta manera, el PP acentúa su soledad y, como consecuencia de ello, su propia debilidad.

De ahí deriva la enorme agresividad de su conducta. Para conservar el segmento de la extrema derecha, el PP necesita que el debate político se polarice al máximo, de tal manera que los ciudadanos tengan que tomar postura con los menos matices posibles. Es la manera de reducir el espacio político de centro y aumentar los de derecha e izquierda. Se trata de ir a un choque frontal.

La política es un asalto al poder cuando se está en la oposición o es la fabricación de un enemigo al que hay que combatir sin cuartel cuando se está en el Gobierno. La acción política adquiere de esta manera unos tintes de cruzada, en la que el discurso territorial ocupa un lugar no ya privilegiado, sino casi exclusivo.

Este reportaje continúa en La raíz del mal ambiente (II)