La posición de España respecto al Sáhara Occidental ha basculado en las últimas décadas entre el apoyo a las resoluciones de la ONU y la necesidad de no enemistarse con Marruecos, con quien comparte contenciosos (Ceuta y Melilla), problemas (inmigración ilegal, narcotráfico), amenazas (terrorismo) e intereses (inversiones, pesca, comercio). El caso Haidar ha vuelto a poner sobre la mesa las difíciles relaciones entre ambos países, al tiempo que levantaba otra polémica entre el PP y el Gobierno, que ha sido acusado de pactar con Rabat un comunicado en el que se afirma que "mientras se resuelva el contencioso, en conformidad con la posición de la ONU, España constata que la ley marroquí se aplica al territorio del Sáhara Occidental".

Una tormenta en un vaso de agua, ya que es obvio que Rabat aplica la ley marroquí en el Sáhara Occidental, puesto que considera que dicho territorio forma parte de Marruecos. Otra cuestión es que la comunidad internacional crea que la excolonia está sujeta a las resoluciones de la ONU, que desde 1960 insiste, con poca fortuna y menor determinación, en la celebración de un referendo de autodeterminación.

Ambigüedad de España

La ambigüedad española --exceptuando la irresponsable actitud de José María Aznar en la crisis de Perejil-- se corresponde con la ambigüedad de la ONU. Así, el mandato de la MINURSO (Misión de las Naciones Unidas para el Referendo del Sáhara Occidental) solo cubre el mantenimiento de la paz y no el "control de los derechos humanos", conculcados desigual pero reiteradamente por las dos partes según los informes del Secretario General y de Human Rights Watch, que, en diciembre del 2008, recomendaba al Consejo de Seguridad "crear un mecanismo para la observación y la información periódica sobre las condiciones de los derechos humanos".

De la incapacidad de la ONU da cuenta que, tras el despliegue de la MINURSO (1991), con el objetivo de supervisar el alto el fuego y organizar el referendo según el acuerdo del plan de paz aceptado por las partes, ha sido incapaz de implementar las resoluciones del Consejo de Seguridad y de alcanzar un pacto entre las partes tras la ultimación del censo electoral (86.386 personas) a principios de 2000, cuyos resultados fueron recurridos por Marruecos.

Desde entonces se han sucedido reuniones, planes y distintas iniciativas para desbloquear una situación que parece no tener salida, ya que Marruecos insiste en aplicar un régimen de autonomía a lo que denomina sus provincias del sur y el Frente Polisario no renuncia al derecho de autodeterminación.

En esta escenario, el Gobierno español --a diferencia del fran- cés, que apoya a Rabat-- ha intentado mantenerse en una imposible equidistancia, que pasaría por un acuerdo entre las partes y el cumplimento de las resoluciones de la ONU. Ello ha llevado a actitudes vacilantes que han ido desde apoyar con matices la autonomía planteada por Marruecos hasta presentar el PSOE una proposición no de ley en el pleno del Congreso del día 15 donde se defiende "que el estatuto definitivo del Sáhara Occidental deberá ser resultado de la negociación y acuerdo entre las partes y del libre ejercicio del derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui, en el marco de las Naciones Unidas". La referencia a la ONU en la declaración del Gobierno es la versión light de la proposición.

Administración

En definitiva, durante más de tres décadas los gobiernos españoles se han movido en la ambigüedad creada por el Acuerdo Tripartito de Madrid de 1975, negociado en circunstancias excepcionales, mediante el cual España cedía la administración de la excolonia a Marruecos y Mauritania, pero no la soberanía, ya que difícilmente se podía ceder algo que no se tenía según la legislación sobre descolonización.

Esa misma ambigüedad se trasladó a la ONU, cuya 30 Asamblea General adoptó ese año dos resoluciones no vinculantes --3458 A y B-- y contradictorias: una reconociendo el Acuerdo de Madrid a instancias de Marruecos y Mauritania, y otra rechazándolo a propuesta de Argelia. Desde entonces España se mueve en la contradicción de no tensar las relaciones con Rabat, de defender el marco de la ONU, de su responsabilidad como ocupante --pese a que fue el último Gobierno de la dictadura quien firmó el acuerdo-- y de una opinión pública que apoya el derecho a la autodeterminación.