Las víctimas. Este es mi primer pensamiento tras escuchar la sentencia. El intenso recuerdo de aquella mañana que viví como candidato por Madrid, en la que a toda España, pero especialmente en la capital, se nos heló el corazón. Evocar a quienes en las estaciones de tren dejaron sus proyectos, sus ilusiones, sus vidas, ha sido una constante. Y ahora aún más. Frente al dolor, la solidaridad con ellos y sus familias pero, también, el recuerdo de la unidad de entonces y después perdida. La grieta abierta aún pervive.

Para un demócrata que acepte el Estado de derecho, la sentencia debe ser un definitivo punto final. Sin admitir ni generar ninguna sombra. Aunque infinitamente más doloroso para quienes perdieron a un familiar, un amigo, un compañero, es cierto que para otros también ese acto criminal supuso algo negativo: la perdida del poder. Mi partido, el PP, en aquel momento encabezaba todas las encuestas. La excelente labor económica y social apagaba los gestos de prepotencia de aquellos últimos tiempos. Pero ese día, y la gestión que desde un punto de vista informativo se hizo, generó una movilización que nos alejó del Gobierno.

Algunos (apenas un puñado alejados de la moderación de la gran mayoría en el PP) que no encajaron con elegancia la derrota (a diferencia de Rajoy o Gallardón) intentaron, lejos de la mínima autocrítica, alentar la opinión de una teoría conspiratoria digna de película de ficción. El terrorismo que más nos ha golpeado es el de ETA y era admisible que en un primer instante las sospechas se dirigieran hacia esa banda armada. Pero las fuerzas de seguridad, todavía con el PP, actuaron con gran eficacia y prontitud. Entre los detenidos, junto a los yihadistas , aparecían algunos personajes singulares como confidentes policiales. Podría haber elementos de elucubración. Pero solo podían ser eso. La compleja instrucción sumarial --que la sentencia no ha puesto en entredicho-- dejaba el camino expedito para la celebración del juicio.

Una grandeza de la democracia es que frente al terrorismo solo puede reaccionarse con las armas de la ley: las policiales y las judiciales. El tribunal sentenciador ha hablado. Respetemos su decisión, sin abrir dudas inconsistentes, si verdaderamente respetamos el Estado de derecho. El proceso ha sido conducido por un magistrado que ha acreditado tener criterio y que lo ha dirigido con firmeza y sabiduría. Además, la sentencia es unánime de todos los magistrados.

Su decisión es clara respecto a la atribución de la responsabilidad de los autores, en diverso grado, de la masacre. No ha habido colaboración de otros grupos terroristas ni en la ejecución ni en el diseño del atentado. Según el proceso avanzaba, los políticos de la teoría de la conspiración fueron abandonando el argumento de que era imposible que este atentado lo hubiesen realizado solos unos pobres moros que hasta entonces nada habían hecho. Pero este mismo tipo de personas inexpertas fueron las que ejecutaron un atentado mucho más sofisticado como el de Nueva York. A partir de ahí, introdujeron la tesis de la autoría intelectual. A esta idea también la sentencia le cierra las puertas.

Algunos querrán amarrarse a alguna frase aislada de la resolución como quien se agarra a un hilo que solo es del propio jersey, y que a base de estirar le va dejando desnudo. En una sentencia tan extensa y concluyente no quedan márgenes para seguir alentando una especulación inconsistente. Pero no es momento de reproches. No conducen a nada, salvo para crear más odios y fantasmas de los que estamos ya sobrados. Es momento para la emoción al recordar las víctimas. Es momento para pensar que las instituciones han funcionado y se ha hecho justicia. Es momento de volver a la unidad y quedarse con la verdad que, aunque a algunos no guste, es la que recoge la sentencia. Es momento de mirar al futuro y aplicar (salvo a los criminales condenados) lo que Azaña imploraba en España: paz, piedad y perdón.