A riesgo de pecar de agoreros, ya advertimos aquí de que venían mal dadas con la financiación autonómica. Aunque todavía estamos en la fase previa a la negociación, en la que los mercaderes agudizan sus diferencias para cobrar ventaja en el posterior regateo, lo cierto es que la batalla se presenta desigual. Zapatero, pese a asumir que no puede seguir dando la espalda a la precariedad económica de las autonomías, se debate entre la necesidad de conjurar otra campaña de desgaste como la que padeció con el Estatuto catalán y la virtud de lograr un acuerdo unánime que no le deje sin fondos para saldar la factura social de una crisis que ya no puede negar.

El reto de mejorar la dotación financiera de las comunidades de régimen común le llega al Ejecutivo, en efecto, en el peor momento posible: con un crecimiento económico cada vez más débil, una recaudación fiscal diezmada y una sangría de nuevos parados listos para cobrar sus subsidios. Si el frágil superávit se destina a paliar los efectos de la crisis y a reactivar la maltrecha economía, la hucha estatal no da más de sí, se excusa Pedro Solbes. Y no le falta razón, pero tanto él como el presidente deberían admitir que se equivocaron hace cuatro años, cuando, por desidia o tacticismo, aplazaron la reforma de la financiación justo en el momento en que el motor económico mejor carburaba.

En el 2001, siendo oposición, el PSOE rechazó (y prometió corregir) el modelo impulsado por el Gobierno del PP, entre otras razones porque suprimía la obligación de revisarlo cada cinco años. Pero, al llegar al poder, Zapatero cambió de criterio y decidió que el actual sistema, injusto para los territorios que más inmigración han acogido, prolongase su vigencia hasta los siete años. Cierto que parcheó la partida sanitaria para aliviar la asfixia autonómica, pero eso fue todo.

Frente a esa prensa que esquematiza el debate sobre la solidaridad enfrentando a las autonomías ricas con las pobres --¿no quedamos en que los impuestos los pagaban las personas, no los territorios?--, urge cambiar el enfoque. Los sucesivos gobiernos han descentralizado los servicios más onerosos --sanidad, educación...-- sin ceder los fondos precisos para sufragarlos. Por eso el Estado copa el 72% de los ingresos y solo arrastra el 55% del gasto, frente a unas autonomías que recaudan el 20% de los tributos pero pagan el 32% de las prestaciones. La tentación del Gobierno siempre es la misma: racanear el dinero a las comunidades para luego erigirse en garante de la cohesión.