El País Vasco tendrá un presidente socialista y pondrá fin a tres décadas ininterrumpidas de hegemonía nacionalista. El líder del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, dio ayer luz verde a Patxi López para que destrone al nacionalista Juan José Ibarretxe con el apoyo imprescindible del PP y, circunstancialmente, de la UPD de la exsocialista Rosa Díez.

Pero el cambio histórico que López se dispone a encabezar en el País Vasco entraña una complejidad endiablada y efectos colaterales de importancia. El propio López ironizaba con desenfado sobre este laberinto en su bunkerizado despacho de Bilbao, recién comenzada la campaña electoral: "En Euskadi prevalece la ley de Murphy: si algo puede enredarse, se enreda".

RAPIDA REACCION Quizás para no dar tiempo a que el asunto se enredara justo alrededor de su cuello, López corrió la noche electoral a reafirmar públicamente su compromiso de liderar el cambio. El líder socialista vasco conoce bien los quebraderos de cabeza que su proyecto, habiendo ganado las elecciones el PNV, le ocasionará al Gobierno de Zapatero. Este, de entrada, perderá el valioso sostén de los nacionalistas vascos en el Congreso de los Diputados y deberá buscar nuevos aliados para poder montar el feroz tigre de la crisis durante los tres años que quedan de la legislatura.

El líder de CiU, Artur Mas, despechado con Zapatero, avisó ayer de que no irá en su auxilio. Antes del 1-M, el PSOE ya había empezado a revisar los puentes con CiU. Mas no lo recordó ayer, pero su condición para cooperar es conocida: que el PSOE y sobre todo el PSC se comprometan a que en Cataluña gobierne la lista más votada a partir de los próximos comicios.

De mejor o peor grado, el presidente Zapatero y la cúpula federal del PSOE han asumido los costes que el Gobierno español habrá de soportar a partir del momento en que López sea investido lendakari. Algunos sectores del socialismo español hubieran preferido una alianza en Euskadi entre el PNV y el PSE, aunque eso a la fuerza comportaría el sacrificio de Patxi López.

Pero el líder socialista vasco ha hecho valer sus razones. Renunciar a la posibilidad de materializar el cambio hubiera supuesto un fraude a sus electores y la entrega al PP del monopolio de la oposición a los nacionalistas. Aún hoy, al PSE se le eriza el lomo cuando recuerda el largo declive electoral que sufrió tras renunciar en 1986 a la presidencia y entrar en el Ejecutivo como socio menor de los peneuvistas. Una nueva renuncia del PSE hubiera sido como enterrarse en vida. Los socialistas vascos no hubieran aceptado una imposición como la que hace dos años dictó la dirección federal del PSOE a su organización navarra.

De ahí la firme determinación de López, pese a que a él tampoco se le escapa el altísimo riesgo de ingobernabilidad que amenazará a su eventual Ejecutivo en minoría. Habiendo ganado las elecciones el PNV, difícilmente contará López con su apoyo.

Del PP, su principal adversario en España, el PSE tampoco puede esperar una entrega constante después de la investidura. Aunque los conservadores vascos también podrían perder pie entre sus electores si por interés partidario decidiese abortar la primera experiencia de Gobierno no nacionalista en Euskadi.

El PP está robustecido y muy oxigenado tras recuperar Galicia (donde el revolcón sufrido por los socialistas se cobró ayer la cabeza de su líder, Emilio Pérez Touriño) y lograr una fuerza decisiva en el País Vasco. Estas razones le permiten actuar con una gran comodidad en este proceso. Sin el PP, no hay cambio posible en el País Vasco.

Con todo, será el PNV quien abra las rondas de conversaciones. El presidente peneuvista, Iñigo Urkullu, enfrentado con Ibarretxe, podría desear un acuerdo con el PSE. Nadie sabe qué puede suceder a medio plazo, pero hoy mismo eso se antoja imposible. Ni López está dispuesto a renunciar al cambio, ni Ibarretxe permitiría sin resistencia que el PNV lo arrinconase tras haber ganado y recogido 30 escaños, uno más de los que obtuvo junto con EA en el 2005.

Y la emergencia de los independentistas de Aralar, unida a la previsible inestabilidad del futuro Gobierno, puede hacer concebir a los nacionalistas la esperanza de recuperar la mayoría en las próximas elecciones.