«Tengo la esperanza de que el trasplante llegue pronto, de empezar una nueva vida». Ismael Barroso lleva 35 de sus 36 años de vida conviviendo con la enfermedad renal crónica (ERC). Y los 12 últimos años, conectándose a una máquina que sustituye la función que ya no hace su único riñón; ahora, seis días a la semana durante dos horas y media. Se ha sometido a dos trasplantes fallidos («el primero duró 6 días y el segundo, 2») y está a la espera de un tercer órgano en una lista especial del Hospital 12 de Octubre de Madrid para casos complejos.

Desde que nació, este joven de Grimaldo comenzó a acumular infecciones, pero no fue hasta cumplir el año cuando vieron en el Hospital La Paz de Madrid que donde debería estar uno de sus riñones había una acumulación de quistes, y que se había dañado también el otro riñón. Le intervinieron de urgencia con 15 meses y comenzó su andadura en una incipiente insuficiencia renal. «Tuve una infancia normal, aunque recuerdo que miraba con envidia cómo mis amigos se comían un bocadilló de jamón y yo no podía por la dieta que tenía que llevar a causa de la enfermedad», recuerda. A pesar de los cuidados y las revisiones semestrales, poco a poco su riñón dejó de funcionar. Con 24 años el deterioro era tal que necesitó comenzar con las terapias sustitutivas: diálisis, dos trasplantes de riñón (en 2012 y en 2014) y de nuevo diálisis.

«Acceder a un trasplante supone para un enfermo renal una mejora de su supervivencia (respecto a la diálisis) y también en la calidad de vida en la mayoría de los casos. Porque permite la reinserción laboral y recuperar la autonomía personal», reconoce el doctor Román Hernández, de la Unidad de Trasplante Renal del Hospital Infanta Cristina, centro de referencia en la región.

El caso de Ismael Barroso no es común dentro de la enfermedad renal porque la prevalencia es más acusada en personas mayores (la incidencia se incrementa con la edad). Es además una patología incurable y silente, que no duele y provoca síntomas vagos, por lo que en muchas ocasiones el daño permenece años enmascarado o ignorado, «y cuando da la cara está en una fase avanzada» reconoce la doctora Sandra Gallego, nefróloga del Hospital San Pedro de Alcántara.

No existe ningún registro de personas con enfermedad renal, aunque el director general de Planificación, Formación y Calidad Sanitaria, Luis Tobajas, cifró ayer en un 10% la prevalencia en Extremadura, seis puntos por debajo que en el resto de España. Hay alrededor de 100.000 extremeños con esta patología en alguna de las cinco fases en las que se clasifica, muchos no lo saben y la tendencia es al alza por los malos hábitos. Por eso, lucha de los Sociedad Española de Nefrología es concienciar del papel crucial que supone la educación de la población, la comunidad médica y los gobiernos, para fomentar la prevención y detección temprana, de ahí la conmemoración del Día Mundial del Riñón el segundo jueves del mes de marzo (este año el 8 de marzo) desde hace ya 13 años.

«Vivimos en la era de la epidemia de la diabetes, del sedentarismo, de la obesidad, la hipertensión... es la era de los malos hábitos alimenticios, que están estrechamente relacionados con la enfermedad renal crónica», reconoce la doctora Gallego, vocal en la Sociedad Extremeña de Nefrología. Desde esta organización destacan la importancia de cuidar la salud renal y mantener conductas preventivas, como el control de diabetes e hipertensión, y también formar a los médicos de Atención Primaria para favorecer el diagnóstico precoz.

La donación es vital

«No somos conscientes de lo importante que son los riñones y tampoco de lo importante que es la donación de órganos para salvar vidas», reivindica la doctora.

Esa misma reivindicación es la que mantiene desde hace 20 años en Extremadura la Asociación para la Lucha Contra las Enfermedades Renales (Alcer). Los colectivos de Cáceres y Badajoz suman más de un millar de asociados que atienden a unas 5.000 familias en los distintos estadios de la enfermedad. Su objetivo es mejorar la calidad de vida de los enfermos, pero también «fomentar la concienciación con la donación de órganos, porque hay pccientes a la espera de un trasplante y cuando una persona fallece, sus órganos pueden servir a otras personas», reclama José Antonio Sánchez Lancho, presidente de Alcer Cácepes, que alerta de que estamos «ante la epidemia del siglo XXI».

La mayoría de los enfermos renales (sobre todo los más jóvenes) se someten a más de un trasplante a lo largo de su vida. La situación ha mejorado mucho en los últimos 15 años con los avances en los fármacos inmunosupresores y ha disminuido la tasa de rechazo agudo del órgano en el primer año. «Sin embargo existe una asignatura pendiente, que es la supervivencia de ambos a largo plazo», puntualiza el doctor Gallego. Los resultados son dispares entre países, pero se acepta que (en las donaciones de personas fallecidas) el 77% de los riñones trasplantados superan los 5 años de vida y 56% sobrepasan los 10 años. Cuando comienzan a deteriorarse, toca volver a la otra terapia sustitutiva, la diálisis, hasta que se pueda llevar a cabo un nuevo injerto.

«Yo sé que no voy a morir con este riñón. Por muy bueno que sea, tendré que vivir un trasplante al menos otra vez en la vida, y pasar de nuevo por diálisis. Pero ahora me encuentro bien, estoy trabajando, puedo disfrutar de las cosas y estoy feliz». La cacereña Raquel Olmos ha aprendido a relativizar los condicionantes de la enfermedad con la que convive desde hace más de una década y convivirá toda su vida.

Las estadísticas la sitúan como una de las 50.000 extremeñas con ERC y uno de los 56 trasplantados del año 2016 en la región. «Es un nuevo cumpleaños para mí y lo celebro», reconoce. De hecho, coincidiendo con esa fecha convoca a amigos y familiares a la fiesta que ha bautizado como Riñonada.

Con 18 años Olmos notó que se le hinchaban las piernas. No le dio importancia, pero consultó al médico. La causa resultó ser la enfermedad de Berger (una afección renal) que podría estar toda la vida estancada o degenerar con el paso de los años en una insuficiencia renal. «Para mí eso significaba que me podría pasar con 70 años o más. Sabía que llegaría la diálisis, aunque no tenía muy claro lo que era o no lo quería saber», explica.

Pero no fue a los 70. Si bien la medicación mantuvo el Berger bajo control durante una década, la noticia que no esperaba y que no quería escuchar llegó con poco más de 30 años, en el peor momento y con un doble golpe para ella.

«Le pregunté a mi nefrólogo si, por el Berger, habría algún problema en tener hijos y me dijo que no me lo recomendaba, porque lo que yo tenía era una insuficiencia renal», recuerda. Fue la primera vez que escuchó las dos palabras que ponían nombre al salto que había dado el Berger. Y la vida cambió. Llegó la dieta, aprendió lo que era la diálisis (conectarse durante ocho horas todos los días a una máquina que suplía la función de sus riñones) y esperó una llamada de teléfono: un trasplante.

Así durante 4 años. «Lo he llevado muy bien, porque soy muy positiva y porque mi marido ha normalizado todo el proceso y ha hecho que fuera más llevadero para mí. Es fundamental el apoyo del entorno », reconoce. De hecho, él le ayudaba con la maraña de tubos de la diálisis, era el contacto principal para la unidad de Trasplante Renal del Infanta Cristina, y fue él quien en dos ocasiones corrió para avisarla de que había un posible órgano para ella. La primera fue el 23 de febrero del 2016, pero no pudo ser (se contacta con tres posibles candidatos para trasplantar dos riñones, uno por enfermo, y se interviene a los más idóneos en función de las pruebas que se realizan). El 31 de marzo el teléfono sonó de nuevo. Y su vida cambió.

«Nadie quiere una enfermedad... Pero es cierto que estoy rodeada de gente que solo me ha dado cosas buenas y estoy agradecida», razona. Y entre esa gente también está Alcer. «Han sido un apoyo vital para mí y ya son amigos», reconoce Olmos.

Tratamientos sustitutivos

En Extremadura hay alrededor de 770 pacientes con algún tipo de tratamiento renal sustitutivo, lo que supone cerca de un 3% del presupuesto sanitario. La mayoría (90%) se someten a hemodiálisis (se filtra la sangre) en el hospital varios días a la semana y solo una pequeña parte (5%) recurre a la diálisis peritoneal (a través de un catéter en el abdomen), principalmente en el domicilio. En uno y otro caso, una máquina ejerce de riñón artificial.

Aunque es un porcentaje pequeño, la prevalencia de la diálisis peritoneal en la región duplica la cifra nacional: 12,1 por cien mil habitantes (pcm), frente al 5 (pcm). «Es una opción buena para el paciente joven porque es le permite continuar con una vida activa (el tratamiento con la máquina se realiza por la noche, mientras duermen) y buena para al sistema porque es más barata que la hemodiálisis», valora la doctora Gallego. La posibilidad de realizarla en casa requiere de un entrenamiento en el hospital para aprender el manejo, pero tiene un valor añadido en el caso de una región tan dispersa y extensa como Extremadura. «Tengo a pacientes mayores, con 80 años, que viven en las Hurdes y que, con el apoyo de un cuidador evitan así tener que desplazarse a uno de los centros de hemodiálisis de la provincia (en Cáceres, Plasencia, Coria y Navalmoral), con lo que ganan en calidad de vida», explica la doctora.

Estas terapias son vitales para la supervivencia de los enfermos en las fases avanzadas, porque no todos pueden optar a un trasplante. De los 770 pacientes en tratamiento renal sustitutivo solo 153 están en lista de trasplantes. «En algunos casos es porque no quieren y en otros porque existen otras patologías asociadas que contraindican el trasplante» matiza la nefróloga. Y aunque pretendan esta opción, mientras llega ese órgano requieren de otro mecanismo que sulpa a sus riñones. Así será toda su vida.

«No curamos pacientes porque esta enfermedad no se cura. El enfermo va a tener un nefrólogo antes del trasplante y también después del trasplante. Le va a ver un nefrólogo el resto de su vida» asevera la doctora, que sí concede en todo caso que el trasplante (hay 621 en la región) les cambia la vida: «porque pasan, de tener que conectarse a una máquina para vivir, a vivir libres».