Hay quien busca segregarla poniéndose delante de una manada de toros bravos. Los que corren por las calles de Pamplona en estos días son los más conocidos mundialmente, pero hay decenas de pueblos en España donde se repite la misma tradición año tras año. Quizás ella misma no lo sepa, pero la adrenalina es la gran protagonista de estos encierros. Ella se concentra y se expande, no sólo en los que corren delante de los toros, sino en los que miran atónitos el riesgo de la caída.

Otros la encuentran escalando picos donde el oxígeno escasea, o enfrentándose a un rival con el que tienen probabilidades de éxito. Un partido de tenis, un torneo de ajedrez, un encuentro de fútbol, una pista de esquí, un tatami... El caso es saborear el triunfo, provocar que la glándula se excite y lance esas llamadas de advertencia con las que avisa del peligro.

Los diabéticos la conocen muy bien. Aunque a ellos les provoca algo diferente, un malestar, una irritación, una tensión, que sólo pueden controlar intentando que les suban los niveles de azúcar en la sangre.

La adrenalina es así. Parece caprichosa. Aunque todos la hayamos sentido alguna vez y, después de haberla saboreado, la hayamos provocado para que vuelva.

Otros la busquen más allá del límite de lo que nadie puede imaginarse. El otro día, en la reposición de un programa sobre la Transición española, Victoria Prego decía que Franco , el dictador, tenía una cartera confeccionada con la piel del primer moro que mató en la guerra. No sé si será cierto semejante horror, a mí me parecería demasiada adrenalina.