«Yo sentí que, por primera vez, alguien me escuchaba y me entendía. Que podía hablar de lo que me estaba pasando y darme cuenta de por qué tenía esa rabia dentro. Eso me ayudó a ver las cosas de otra manera y a querer llevarme bien con todo el mundo». Es la experiencia que vivió en uno de los pisos de convivencia que la Junta de Extremadura tiene en Badajoz para menores a los que el juez les ha impuesto una pena. Llegó a él con 16 años (estuvo hasta los 18) después de que su madre tuviera que denunciarlo por agresiones físicas tanto a ella como a su hermana. La relación que estableció con los educadores sociales en ese piso le sirvió para querer cambiar de actitud. «Se portaron muy bien conmigo, para mí eran como unos amigos en los que podía confiar», asegura.

«Yo tenía 12 años cuando mi padre murió. Él 47. No supe encajarlo. Además por la misma fecha también fallecieron mi abuelo y mi tío. Fueron muchos golpes seguidos y el odio me invadía por dentro. Y lo que hacía era sacarlo afuera y pagarlo con mi familia. No era capaz de asumir que mi padre ya no estaba y lo pasé muy mal», cuenta este joven de 22 años que pide que su testimonio sea anónimo porque sabe que haber estado en un lugar parecido a la cárcel es un estigma social que puede perjudicarle. Ahora vive en su casa, tiene un trabajo, una relación normalizada con su gente y prefiere que el pasado no le perjudique.

Limpieza y comida

Recuerda que en el piso de Badajoz convivía con otros cinco menores de edad. Cada cual con su propia mochila. «Por las mañanas iba al instituto y por las tardes teníamos que llevar a cabo una serie de tareas, entre ellas, las labores de limpieza de las distintas habitaciones y la preparación de la comida para todos los que vivíamos juntos. Hacíamos unos turnos y unos horarios y cada cual cumplía el suyo», explica.

«Poco a poco fui recuperando la calma. Seguir un orden todos los días me centró bastante. Y contaba con personas con las que me encontraba a gusto. Es que puedo decir que guardo un buen recuerdo de esa casa, porque sentí que recibía un buen trato, que no me juzgaban. Y era algo que en ese momento yo necesitaba. Supongo que eso fue lo que me dejó ser de otra manera», expresa este joven.

En su caso, cumplió sus medidas judiciales bajo el régimen más estricto en medio abierto, esto es, el piso de convivencia (hay otras menos severas como la permanencia durante el fin de semana en el domicilio o la libertad vigilada). Cuando no es posible esta flexibilidad porque los condicionantes son diferentes, el juez establece directamente el ingreso en el centro Marcelo Nessi, que es el equivalente a una cárcel para menores de edad. No obstante, si no se cumplen las normas impuestas en el citado piso (de higiene, de responsabilidad, de conducta...), la consecuencia también puede ser el traslado a este edificio penitenciario. Sin duda, la opción más dura.

Una herida abierta

Él sabe que la muerte de su padre es una herida abierta con la que tiene que convivir «porque el dolor no se va a ir nunca». «Pero creo que he aprendido a que ese daño esté ahí y a poder controlarlo. Porque hace cuatro años que salí del piso y ahora estoy tranquilo, me encuentro bien y conservo la buena relación con algunos de los educadores. Y mi familia sabe que, aunque a veces discutamos, porque es lo normal, me tiene aquí siempre para lo que necesite», asegura.

«Cuando mi madre me denunció por una parte me enfadé mucho con ella, pero por otra me di cuenta de que era la única manera de salir de la situación en la que estábamos. Así que en el fondo se lo agradezco, porque era lo mejor para los dos. Lo que yo llevaba por dentro era una frustración muy grande, sufría mucho». Interrumpe el relato porque su madre, que permanece todo el tiempo a su lado, no puede evitar el llanto. «No ha pasado tiempo suficiente», concluye.

No obstante, el balance es positivo. Supo aprovechar los recursos que se le pusieron por delante para convertir su condena judicial en una puerta abierta a otro tipo de vida. No se le olvida que las circunstancias no son nada fáciles y que, aunque no haya tenido ninguna recaída, existe un prejuicio y un temor que es complicado que se diluya.

Pero a pesar de esta realidad y de la desconfianza que, generalmente, despierta a priori la reinserción social, más aún cuando se trata de adolescentes, la experiencia demuestra que también hay otros finales. Él quiere contar su historia como ejemplo de que existen segundas oportunidades.