«Siempre tienes que ser neutral y eso algunas veces me ha costado enemistarme con algún vecino que no le ha gustado mi decisión. Pero acaban entendiendo que yo estoy haciendo mi trabajo», dice Catalina Polo, juez de paz de Aldea del Cano (700 habitantes) desde el año 2002. Técnico en Atención Sociosanitaria y trabajadora de una residencia de mayores, esta mujer, hija del anterior juez de paz del pueblo, decidió dar el paso animada por su padre cuando cayó enfermo.

«No lo tenía en mente, pero no tenía trabajo y decidí probar, más por la experiencia que por lo que pagan, que no es mucho», dice. Ella recibe 240 euros cada tres meses. «Tampoco la carga de trabajo es excesiva», reconoce.

Y ahora, con 55 años, no quiere dejar esta tarea «por responsabilidad, porque aquí pasan muchos papeles por tus manos y un cambio supondría que se perdiera la intimidad de mucha gente del pueblo».

No hay una fórmula mágica para acertar en las tareas más peliagudas a las que se enfrenta un juez de paz: las disputas entre vecinos. «Me he encontrado con casos de lindes entre vecinos que se han acabado amenazando con una escopeta. Y en esos casos, lo que siempre intento es que se pidan perdón, no te puedes posicionar», explica. Lo demás es pura rutina, como alguna literal de defunción, y para todo ello cuantan con la ayuda de los secretarios judiciales. «En el fondo son ellos los que hacen el trabajo», reconoce.