Un hilo invisible y antiquísimo recorre de este a oeste las fronteras de la Unión Europea, saltando obstáculos físicos y evitando escollos burocráticos con la facilidad que le proporciona llevar tanto tiempo por aquí. El hilo comienza en nuestro querido puente de Alcántara, maravilla de la ingeniería romana, construido en honor al emperador Trajano hace casi dos mil años.

Desde ahí emprende un viaje trepidante (o lo termina, dependiendo desde donde leamos estas líneas) que le lleva hasta el mismo centro de Bucarest, donde volvemos a encontrarnos con Trajano, esta vez en forma de estatua erigida recientemente frente al Museo de Historia de la capital rumana. Fue este emperador romano quien tejió la conexión que todavía perdura.

Marco Ulpio Trajano, el primer césar no nacido en Italia -de hecho vino al mundo cerca de Sevilla-, fue también el primer dirigente romano que consiguió conquistar el antiguo reino de los dacios. Dacia, antes de ser una marca de coches, fue una vasta región que se extendía más allá del Danubio, en lo que hoy es Rumanía.

Las tierras dacias estaban protegidas por correosos guerrilleros, una suerte de Astérix y Obélix a los que no les hacía falta poción mágica. La orografía del lugar, con los Cárpatos como sistema defensivo, más la intensidad bélica de los soldados dacios -que se suicidaban si no ganaban la batalla-, llevó a los romanos a perder varias contiendas y emplear todo su empeño hasta que, finalmente, Trajano se hizo con el control de una tierra que era rica en oro y plata.

Los romanos llevaron a cabo a continuación lo que mejor sabían hacer: romanizar. Destruyeron la capital de aquel entonces para construir otra genuinamente suya, llenaron la región de romanos y de alguna forma consiguieron que en un país rodeado de eslavos hoy todavía se hable un idioma muy cercano al latín. En realidad, Trajano y los suyos no se quedaron tanto por Rumanía, apenas un siglo y pico, antes de que diferentes tribus se lo arrebataran. Pero fue el tiempo suficiente para imprimir en esta zona de Europa del este un marcado carácter latino que aún perdura y resulta muy evidente en cuanto se pone un pie en la calle.

Tras los años oscuros de la dictadura comunista, en los que Ceacescu cercenó una ciudad que se había ganado el sobrenombre de 'la París de los Balcanes' por la belleza de sus edificios, Bucarest parece estar desperezándose del letargo y volviendo a recuperar su identidad propia, mezclando elementos del pasado con otros totalmente renovados. En el casco histórico, los todavía algo deteriorados edificios de principios del siglo XX están empezando a ser ocupados por cafeterías bohemias, comercios con un toque 'hipster' y librerías que despachan obras en varios idiomas. El cambio también se nota a través de las personas que ocupan cada noche las calles del centro, construyendo con cada paso la nueva historia de Rumanía.