Ocurrió que crecí y ya no pude seguir mirando el nido de cigüeñas. A través de la ventana de mi clase contemplé cada día, mientras las tablas de multiplicar se complicaban paulatinamente, cómo una familia de cigüeñas desarrolló su vida. Pasé muchas horas absorto, con la cara vuelta hacia la izquierda, descubriendo que las cigüeñas no pían, sino que castañean.

Los polluelos se convirtieron en grandes pájaros, terminó la Primaria y me llevaron a otro edificio desde el que no se veía nada especial. Un pedazo de cielo, quizá, no lo recuerdo demasiado bien. Empecé a concentrarme entonces en los libros de texto. Tampoco mucho. Pero sí recuerdo guardar una fascinación especial por el libro de Lengua. Allí podía encontrar, entre la maleza de los análisis morfológicos y sintácticos, unas páginas especiales: las de Literatura. Por aquella época, en la que el mundo entero olía a libro recién comprado, los nombres de la Literatura Universal no habían sido contaminados aún por opiniones ajenas o por la etiqueta de best seller . Todo era nuevo, incluso lo que había sido escrito muchos siglos antes.

Una mañana cualquiera leí "Cuando ya nada se espera personalmente exaltante / más se palpita y se sigue más acá de la conciencia / fieramente existiendo, ciegamente afirmando, / como un pulso que golpea las tinieblas". Imagínense el efecto que tiene esto en un chaval de trece años. No entendí casi nada, claramente, pero me hizo sentir algo que me dejó allí clavado, en esa página. "Urquijo , qué estás leyendo", interrumpió el profesor por encima de mi hombro. Supongo que en realidad debería haber estado haciendo otra cosa, así que mi primera reacción fue la habitual, negar la evidencia: "Nada, nada". Intenté pasar al análisis morfológico. Pero para mi sorpresa, al profesor no solo no le importó, sino que se interesó por el autor de la poesía y al día siguiente me dejó un libro de Gabriel Celaya . Uno de su propiedad, con frases subrayadas y páginas marcadas. Fue como encontrar un tesoro hasta entonces desconocido. Descubrí la poesía.

Todos tenemos a algún profesor especial que nos marcó la etapa estudiantil. El mío se llama don Antonio . O simplemente Serradilla , su apellido, cuando se le nombraba sin que estuviera delante. Era uno de los pocos profesores que no tenía un mote hiriente --es curioso eso de los apodos, se pasan de generación en generación de estudiantes, como una de las informaciones más preciadas--. Don Antonio marcó mi adolescencia y sin él, probablemente, yo ahora mismo no estaría escribiendo aquí. Sin proponérselo demasiado, me inculcó su amor por Don Ramón María del Valle-Inclán (el "don" se lo ponía él, y lo decía con una entonación muy marcada). Gracias a él leí Niebla , de Miguel de Unamuno , un libro que me fascinó y que todavía sigue siendo un referente en mi forma de entender la realidad.

SE NOTABA que los análisis sintácticos tampoco le gustaban demasiado, pero aún así siempre sacaba el tipo de complemento. Miraba la frase, alejando el folio y quitándose las gafas, hasta que lo averiguaba: "Complemento circunstancial de causa". Don Antonio, quien espero que me perdone por estar hablando de él sin su permiso, también nos transmitió algo de su filosofía personal. Fue la primera persona a quien escuché expresar que la gente no tiene más de tres o cuatro amigos de verdad. Recuerdo oírlo con incredulidad. Creerle suponía aceptar que la mayoría de los amigos que en ese momento se sentaban a mi alrededor terminarían por desaparecer en algún momento.

Me ayudó con mi primer concurso de redacción. Presenté un relato lacrimógeno sobre una niña llamada Alma que podría haber sido la próxima Marie Curie pero que en cambio moría prematuramente por haber nacido en Africa. El concurso lo perdí. Pero sembró la semilla de lo que va a ser el primer gran sueño cumplido de mi vida. Me publican un libro, aquí, en mi propia casa, en la Editora Regional de Extremadura.

Gracias, don Antonio.