Hace calor. Ángela se escuda en los casi veinticinco grados a la sombra para anunciar que va a comprarse unas gafas de sol. Dice que es para «hacerse la chula». «Que aquí lo que vale es la chulería», remata con fanfarronería. Tiene 46 años, una gracia propia de 20, cinco hijos, un tatuaje con las iniciales de tres de sus once hermanos -sus favoritos- y no oye bien. «Tienes que hablarme a los ojos», sentencia como si el oído no le hiciera falta si puede leerte la mirada -y los labios-. Está inquieta porque a las tres entra a trabajar y no quiere llegar tarde. Se encarga de limpiar las dependencias del palacio provincial de Cáceres. No falta ni un día. El trabajo «es sagrado», alega mientras reclama un empleo para su hijo mayor que a sus 27 años, aunque tiene voluntad, nunca ha ejercido. «Está la cosa muy mala», resuelve.

No tiene estudios básicos porque en su época no era común que los gitanos acudieran a la escuela, pero sin darse cuenta sienta las bases del cambio para su pueblo, eso sí, sin renunciar a su raíz. Va al culto, muestra respeto por cada uno de los ápices de su procedencia, «somos gitanos por los cuatro costados», añade, pero convive en una sociedad de ‘payos’ cada día. Aunque su presencia es más que normalizada, recuerda algún episodio desagradable en sus inicios. «Una vez fui a trabajar a un sitio y el empresario me dijo que no quería gitanos allí y me vine llorando», apostilla a punto de soltar la lágrima. Se contiene y desvía el tema: todo lo que hace lo hace por sus hijos. «Yo no quiero que ellos tengan que limpiar, quiero que estudien y que sean buenos», alega. La pequeña de sus hijas, Nora, de 11 años quiere ser «maestra». Su esperanza es que dentro de diez años lo consiga.

Para dejar un futuro mejor a sus hijos trabaja también Fernando Vargas (32 años). Mantiene un pasado entre la fruta y la venta ambulante y aunque mantiene su puesto en el mercadillo, es uno de los primeros gitanos que se decidió a dar el paso y abrió una tienda de moda en pleno centro de la ciudad donde presume de marca propia. Esta tarde le acompaña la pequeña de sus cuatro hijos que corretea entre las camisas como si ya se supiera heredera del legado de su padre a sus cuatro años. También arrastra su rasgo cultural con orgullo y su vida también gira en torno a los payos. «Mis proveedores son payos, nunca he tenido ningún problema, yo no me ando con líos, si yo doy mi palabra la cumplo», secunda y apunta que «malos y buenos» hay en todos los sitios. «Lo importante es que nos respetemos», concluye. Ángela está de acuerdo. «Por uno pagamos todos y no somos todos iguales, lo que queremos los gitanos es confianza», apostilla.

Ángela y Fernando representan una realidad poco frecuente por ahora. Gitanos de este siglo que trabajan de manera paralela con un entorno familiar de cultura férrea y una sociedad que aún no los termina de ver con buenos ojos. Ambos viven integrados en un contexto ordinario, pero la realidad es que la inserción laboral del pueblo gitano es ínfima en cuanto a empresas se refiere. Ellos son sin saberlo precursores que sentarán las bases de la normalización entre la sociedad ordinaria y el pueblo gitano. No son conscientes. Han avanzado a ritmo diferente y sin necesidad de renunciar a su identidad, son capaces de adaptarse a una sociedad que poco a poco encaja su presencia y allanan el camino para la nueva generación de Judith (18 años) y Ángel (21 años).

Ambos rehúyen de los estereotipos de programas de televisión porque «dan una imagen de un gitano que no se sabe comportar y que no da la talla» e inclinan la balanza hacia otras ambiciones. El joven asevera que nunca ha recibido trato discriminatorio, pero Judith era la ‘gitana’ del instituto. «No me molesta porque soy gitana y estoy orgullosa, es por el tono despectivo que usaban», añade. Ahora acaba de cumplir la mayoría legal y a su edad muchas jóvenes ya están casadas. Ella no. Quiere seguir estudiando. «Sigo las costumbres gitanas, pero siempre he sido muy independiente», confiesa. No obstante, esa autonomía le ha valido más de una reprobación. Para Ángel fue más fácil, pero a Judith se le exige una doble lucha, por ser mujer entre gitanos y por ser gitana entre los que no lo son. «Me ha costado abrir mentes, mis hermanos y mi padre me decían que para qué estudiaba más», añade. Es lo que menos tolera de la cultura gitana, ese poso de tradición que relega a la mujer a tareas domésticas. «Si lo hacen ellos está bien, pero si lo hace una mujer te llaman de todo», defiende su posición. Se refiere tanto a la vida laboral como a la personal y las relaciones entre gitanos y payos. Aunque sostiene que se casaría con un gitano por una cuestión de «complicidad de cultura», sus padres no verían con buenos ojos que estuviera con un ‘payo’. Por su parte, Ángel suaviza el tono y resuelve muchos de sus primos están casados con muchas mujeres que no lo son. Pocos casos hay en el caso contrario. Irreverente se muestra la joven ante una jerarquía que avanza «más lenta» en cuanto aspectos sociales se refiere.

Más allá de este debate, que esperan que en unos años se suavice, tanto Fernando y Ángela como Judith y Ángel defienden lo suyo. Justo esta semana celebran el día internacional del pueblo gitano entre reivindicaciones de los colectivos a favor de la inclusión del pueblo gitano. La bandera ondea durante toda la semana con demandas y reflexiones. Judith también mira a su pueblo y alega que «los gitanos también tenemos que aprender», secunda.

Lo cierto es que los gitanos trabajan con una sociedad de referentes que crean estos cuatro extremeños del barrio de Aldea Moret. «Hay muchos que piensan que seguimos en la época de la venta ambulante, tenemos nuestras costumbres, pero sabemos relacionarnos, hay que dar oportunidades», concluye Ángel. Mientras tanto con la ayuda de voluntarios y asociaciones luchan todos a una. «Los gitanos somos una gran familia».