«Soy prostituta desde hace cinco años, y desde hace dos huérfana. El ébola mató a mi madre y a muchos de mis parientes». Fatimata, una niña de 12 años, habla en voz baja y rodeada de sus seis amigas de andanzas. Todas chicas de la calle, como ella, y ninguna mayor de los 19 años de Bangura, que permanece callada a su lado. Viven en Grafton, en las afueras de Freetown, a una media hora, sin tráfico, del centro de la ciudad. «Lo hacemos porque no tenemos otra forma de vivir. Somos pobres y, si no salimos a la calle, no comemos», sostiene.

Fatimata, Bangura y sus cinco amigas (Miatta, de 13 años; Aisha, de 14; Mabinty, de 16; Afama, también de 16 e Isatu Comte, de 17) responden a las preguntas de este periódico y de Jorge Crisafulli, director de Don Bosco Fambul, dentro una pequeña cabaña de barro, sentadas algunas sobre bancos de madera y otra de pie. La estancia luce paredes de chapas de metal y mosquiteras a modo de ventanas. «Ahí es donde nos vamos con los clientes”, afirman, y señalan un cobertizo colindante, levantado con los mismos materiales. Hoy, Jorge y el resto de trabajadores sociales del proyecto del Autobús de la Esperanza, el de Atabal, Tubasa, la Aexcid y Don Bosco Fambul, han decidido salir por la mañana para encontrar nuevos lugares donde poder realizar su labor con el vehículo.

En Grafton los ha recibido Marian, la jefa de las chicas, que los conduce hasta el lugar descrito. Las niñas miran con ojos de adultas, con miradas largas y profundas, pero con cuerpos de pequeñas adolescentes. «La mayor parte de nuestros clientes son negros, no extranjeros. De clase media», continúan.

-¿Cuánto dinero ganáis?

-Unos 30.000 leones (algo menos de cinco euros) por noche. No nos gusta lo que hacemos, pero, como hemos dicho, tenemos que comer.

-¿Usáis protección?

-Normalmente, no. Los hombres no quieren. No les gusta. Una oenegé nos los regala algunas veces. Sabemos que podemos contraer infecciones pero como a ellos no les gusta...

Cuentan que han recibido toda clase de amenazas y golpes. «Palizas terribles», lamentan. Pero, afirman también, entre la policía tienen familiares y parientes que las protegen cuando esto ocurre. «Algunos de los hombres que vienen son muy brutos, y otros no nos quieren pagar», recuerdan. Todas, prosiguen, han abandonado el colegio hace ya un tiempo, cuando se vieron obligadas a trabajar en la calle. «Nos gustaría volver, pero…», dice Aisha. Y mira al suelo.

«Venid al autobús. A partir de la semana que viene vamos a ponernos muy cerca de aquí. Venid, comed y hablad allí con nosotros. Podéis traeros a otras amigas vuestras si queréis», sugiere Crisafulli cuando toma la palabra. «A lo mejor podéis volver al colegio y estudiar. ¿Habrá algún problema en que no salgáis a la calle alguna noche y vengáis al autobús?», pregunta. Las niñas se miran unas a otras. «No», confirman transcurrido unos segundos.

Cuando Crisafulli acaba de hablar y este periódico de hacer preguntas y de tomar fotos, las niñas se levantan y se van. Los trabajadores sociales, que han hecho de traductores, puesto que las pequeñas dominan mejor el Krio, dialecto local, que el inglés, hacen lo propio, aunque tendrán que venir más días, insistir para convencerlas definitivamente. Según las estadísticas de Don Bosco, que recaba desde hace lustros, actualmente hay alrededor de 750 menores ejerciendo la prostitución en Freetown. Todo con la aquiescencia de las autoridades, que miran para otro lado. El sábado pasado, una de ellas murió de la paliza que le propinó un cliente enfurecido. Son las niñas de las infancias olvidadas, niñas que, quizás, con el autobús, puedan volver a mirar al futuro con algo de ilusión. Quién sabe.