Tarde calurosa de final de verano. El pastor tranquiliza a las ovejas, que presienten las primeras bellotas en el reseco encinar y sirve de guía a quienes, como los visitantes, no aciertan a tomar el camino de tierra roja y piedras que, desde la carretera que une Bohonal de Ibor y Peraleda de San Román, concluye al borde de las aguas del embalse de Valdecañas, tras atravesar la finca Los Angeles.

A lo largo del carril, al que bordean jaras y encinas que cobijan los cercados donde pasta la ganadería de reses bravas del torero Angel Teruel, es fácil encontrarse con coches que vienen de la zona del río. Finalmente, tras franquear una puerta que, en principio, prohíbe el paso y advierte de que hay ganado bravo, aparece un paisaje casi lunático de arena y piedras amontonadas en el que se mueven personas que van de un lado para otro, que gesticulan, señalan diferentes lugares, recuerdan y cuentan a los más pequeños historias de tiempos pasados, que aún perduran en sus mentes, mientras una lágrima está a punto de rodar por sus mejillas.

Y es que allí, justo en aquel lugar, estuvo ubicada la romana Augustóbriga, bautizada más tarde con el nombre de Talavera la Vieja, que fue engullida en 1963 por las aguas del viejo Tajo. Entre los talaverinos que habían aprovechado la tarde para regresar a las ruinas del pueblo que les vio nacer, ahora al aire libre por obra y gracia de la pertinaz sequía, se encontraban varios miembros de la familia de Wenceslao Manzano. Un grupo de jóvenes había llegado con un todoterreno hasta la iglesia, donde hubo pinturas de El Greco.

Con el agua al cuello

No muy lejos, Manuel González Robledo y José Navas Carrasco, acompañados de sus respectivas esposas reviven su infancia. El primero de ellos tuvo que abandonar "el pueblo, porque ya se acercaba el agua peligrosamente", el 4 de octubre de 1963. Aquel día se produjo el último fallecimiento. Murió Gregorio Curiel, "y tuvimos que esperar a que el camión llevara el cadáver a Bohonal o Navalmoral, no recuerdo bien. Después volvió a por nosotros", cuentan. Talavera tenía 2.000 habitantes y dos cementerios, "uno nuevo y otro viejo". Con los muertos se comportaron "bastante bien. Si los familiares querían los exhumaban, y a los que no los taparon con cemento", asegura Manuel González. El último vecino que salió del pueblo, ante la subida de nivel del agua, fue Pablo Díaz.

Cae la tarde y el sol se aleja entre nubes rojas, mientras el agua amenaza, agazapada en las inmediaciones, con volver a tapar en cuanto lleguen las lluvias, las historias y vivencias de un pueblo que habita en el destierro desde hace medio siglo.