La polémica judicial suscitada con la gestión urbanística de la Isla de Valdecañas --que ha tenido su último paso por los tribunales, que no el definitivo, esta misma semana-- ha recordado a la otra gran chapuza política gestionada durante años por los ejecutivos socialistas: la Refinería Balboa. Ambos casos representan la doble cara de una misma moneda.

Ambos episodios tienen tantas características en común --no sólo por las fechas, prácticamente idénticas-- , tantas formas similares de estropearlos desde una gestión tan nefasta como prepotente, que es preciso detenerse en ellos para encontrar las claves de sus sonoros fracasos que repercuten no en sus culpables sino en cada uno de los extremeños, y no digamos ya los que se encuentran en paro. Porque no parece haber dudas de que si ambos proyectos se hubieran ejecutado desde la legalidad y sin intromisiones políticas tan perjudiciales, podrían ser en estos momentos muy beneficiosos para una región que precisamente no estaba, ni está, claro, para dejar volar ningún desarrollo industrial, turístico y en definitiva económico.

Ironías del destino, la chapuza de Valdecañas ha vuelto a estar de actualidad en la misma semana que la presentación pública del tan imprescindible nuevo plan industrial para Extremadura que debería de transformar el modelo productivo para los extremeños actuales y para los de las futuras generaciones.

Y precisamente, tanto un complejo turístico como el que se esperaba explotar en Valdecañas (donde se han invertido ya 105 millones de euros en su ilegal PIR) como el de la Refinería Balboa deberían de haber sido, con unos gobiernos serios al frente, los dos buques insignias que deberían de haber liderado precisamente esta revolución industrial. No es que nos hubiéramos convertido de la noche a la mañana en la nueva California europea, pero al menos merecería la pena, con ellos al frente, intentar cambiar un sistema caduco e imposible de sostener, el de un modelo público completamente sobredimensionado que sirve además de competencia desleal a cualquier héroe que intenta una aventura empresarial. Así ocurrió durante años.

Se hicieron tan mal las cosas, se actuó con tanta prepotencia y, sobre todo, se intentó pisotear la ley en ambos casos de una manera tan escandalosa y flagrante, que en el pecado llevaremos para siempre la penitencia, aunque los verdaderos responsables del desaguisado, con Ibarra a la cabeza, se marcharan impunes. Porque el problema aquí no sólo es que ambas apuestas no hayan cristalizado -que ya es grave- sino que encima las arcas autonómicos se han visto o se pueden ver realmente esquilmadas. ¡Y qué oportunidad perdida para engancharnos por fin a un desarrollo productivo realmente adecuado!

Por un lado, aún estamos esperando a tener noticias sobre si los responsables de la refinería han devuelto los doce millones de euros que se le entregaron para poner en marcha el proyecto sin ni tan siquiera haberse puesto una piedra; y con Valdecañas, resulta puede costarnos a todos 34 millones de euros su derribo.

El problema es que ambos proyectos se afrontaron de la única manera en la que se hacían antes las cosas, desde la prepotencia de las mayorías absolutísimas, teniendo perfectamente inoculado en el inconsciente que pasara lo que pasara, se hicieran las tropelías que se hicieran, jamás se iba a abandonar el poder. "La ley soy yo y si no me sirven me las salto". Ese era el modelo de trabajo a seguir, y hay muchos, demasiados ejemplos de ello: Canal Sur Extremadura, licencias de radio, de televisión y tantos otros...

En ambas situaciones, además, se aplastó, se aniquiló literalmente, a todo aquel ciudadano o movimiento civil que osara protestar e ir en contra de estos dos modelos. La gestión de ambos proyectos representa en sí mismo el mejor ejemplo del monopolio político edificado a granito durante treinta años, el deterioro de un sistema que tocó fondo sin que sus propios protagonistas se dieran cuenta, perpetuados en el poder sin la más mínima preocupación por perderlo porque se antojaba imposible, generación tras generación, mientras el PP arrancaba las hojas caducas de sus dóciles candidatos.

Agonizantes, agarrados durante años al 'maná' de unas ayudas europas que no serán infinitas, ya no queda más remedio que acudir al viejo código de los carmelitas: 'Agarrarse a lo esencial'. Es decir, apostar por fin por un desarrollo industrial mínimamente adecuado para ser competitivos e intentar disminuir unas endémicas cifras del paro que ni en el mejor momento del 'ladrillo' nos hicieron apearnos del furgón de cola nacional; y aunque difícil será la travesía, tras no haberse aprovechado las épocas boyantes, merece la pena intentarlo. No hay otra salida.