Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

TLta crisis que golpea a los mercados financieros está dejando unos efectos colaterales un tanto insospechados desde hace solo unos meses. Me refiero a la emergencia, como nuevo poder financiero planetario, de los fondos soberanos de los países productores de energía o algunos otros de Asia. Hacía tiempo que su creciente músculo financiero amenazaba a los mercados activos de Occidente. Y parte de estos miedos se expresaron en la oposición del Congreso americano al dominio de los principales puertos de EEUU por parte de Oriente Próximo o con las reticencias a que un fondo chino dispusiera de un paquete accionarial demasiado elevado en un importante fondo privado de acciones.

La principal crítica que se había construido contra estos fondos es el carácter público de sus accionistas. Se argumenta, o en todo caso se argumentaba, que al estar controlados por los gobiernos de países con intereses estratégicos propios, la intervención de estos fondos en grandes corporaciones y en el sistema financiero estaría hipotecando la capacidad de decisión de los países destinatarios de sus recursos.

Ahora las cosas han cambiado, y de forma radical. Y los bancos internacionales, especialmente los británicos, suizos y norteamericanos, no solo no restringen su presencia, sino que, por el contrario, la estimulan. Y todo sugiere que, a medida que se amplíe la crisis y las pérdidas vayan aflorando, la necesidad de recursos de Asia y Oriente Próximo se hará cada vez más evidente. Para evaluar lo que implica este proceso quizá tenga sentido compararlo con lo que pasó en los años 70 u 80, cuando los países de la OPEP y Japón acumularon grandes reservas de dólares. Los primeros los reciclaron en el mercado del entonces llamado eurodólar, básicamente en forma de depósitos bancarios que las instituciones financieras europeas y americanas prestaban, luego, a otros países. Y Japón utilizó sus recursos excedentarios en los 80 con una política de compras de activos reales, con adquisiciones entonces notables (en Hollywood, en el mercado inmobiliario de Nueva York), pero en ningún caso en instituciones financieras de primer rango. Se han operado varios cambios, con tres especialmente destacados. En primer lugar, los bancos centrales de los países del suroeste de Asia han acumulado un volumen de reservas insólito.

El caso de China, que ha pasado de cerca de 150.000 millones en el 2000 a los 1,4 billones del 2007, es el más paradigmático, pero no el único. La dramática experiencia de la crisis de divisas de 1997-98 se encuentra bajo esta acumulación. En segundo plano, los precios de la energía se encuentran en máximos históricos, en un momento en el que la demanda mundial ha aumentado sensiblemente respecto de los niveles de los años 70, de forma que el total de fondos absorbidos por los países productores ha adquirido también un volumen insólito.

De este modo, los países exportadores de petróleo han pasado de un superávit por cuenta corriente de cerca de 30.000 millones de dólares de media en los años 1998-00 a los más de 340.000 del periodo 2005-07. Finalmente, ahora una parte no inferior de estas inversiones se dirigen a sectores sensibles, como el financiero.

Si, desde un punto de vista político, los años que llevamos de siglo XXI han contemplado la consolidación de un mundo policéntrico, lejos de las tesis de la mega-híper-superpotencia americana de los años 90, en el ámbito económico parece que las cosas van en la misma dirección. Estos últimos años huelen a final de etapa, a final de dominio de Estados Unidos en la economía y en la política mundiales. Probablemente, sin saberlo, la repentina caída del muro de Berlín se llevó muchas más cosas que la extinta URSS. Parió un nuevo orden mundial del que, casi 20 años después y en el ámbito financiero, empezamos a ver alguno de sus frutos. Y este proceso todavía no ha acabado.