Todos le debemos la muerte a Dios. Su Santidad, el papa Juan Pablo II, ya ha pagado su deuda. El se halla ahora más allá de todo juicio, excepto el de la historia. La Iglesia, esa asamblea visible e invisible que hasta ahora encabezó, sigue su marcha. Continuando una tradición que se remonta a los primeros días de su existencia, una asamblea designará a un nuevo líder. Y lo hará mediante un método tradicional. Los electores con derecho a voto constituyen el club más pequeño y menos representativo del mundo: los cardenales de menos de 80 años de edad, convocados a la Santa Sede para emitir su voto en secreto. Hoy hay 117 cardenales en condiciones de votar. Es evidente que este cuerpo electoral tan limitado no representa el pensamiento global de los cerca de 1.000 millones de personas de fe católica diseminadas en el planeta. Es, de hecho, una reliquia de una antigua época imperial, cuando los funcionarios de las distintas iglesias de Roma elegían al obispo de su ciudad, que era la capital del Imperio de Occidente.

REFORMA FRUSTRADA El papa Pablo VI trató de cambiar el sistema creando una elección a través del Sínodo de Obispos que pudiese representar a las jerarquías de cada país. La magnitud de la labor fue superior a sus fuerzas y decidió retirar la propuesta. Existe, sin embargo, otro conocido participante en la elección: la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, cuyo nombre y cuya presencia son invocados al comienzo de cada cónclave, a fin de iluminar a los electores y para la inevitable elaboración de un mito posterior, que ratifique la sabiduría de la elección. Históricamente, sin embargo, ha habido muchas elecciones de las que sería blasfemo culpar al Espíritu Santo. En la historia del trono de san Pedro hay infamia, además de gloria.

Sabemos que el colegio electoral no puede ser considerado una asamblea representativa. El rango de cardenal es honorífico. Carece de un lugar auténtico en la tradicional jerarquía de la Iglesia constituida por obispos, sacerdotes y diáconos, sin mujeres entre ellos. No obstante, aceptamos su papel electivo, admitiendo algunos supuestos para los que se requiere cierta benevolencia. Presumimos que todos ellos son hombres de buena voluntad abiertos a la llamada del Espíritu. Les concedemos una sabiduría colectiva y una experiencia capaz de superar sus prejuicios y limitaciones personales. Se trata tal vez de unas suposiciones exageradas, pero los fieles, ante la presencia del Espíritu Santo, las asumen con convencimiento.

¿Qué más pueden hacer? No existe un canal de transmisión a través del cual puedan expresar sus necesidades al cónclave. Y eso plantea otra pregunta: ¿cuántos de los fieles realmente se preocupan por qué persona se sienta en el trono apostólico? ¿Cuántos consideran que las intervenciones de esa persona son relevantes para sus propias vidas? ¿Cuántos están interesados o son capaces de sortear las complejidades de un documento papal? La evidencia indica que muy pocos. Aquellos que son todavía católicos practicantes siguen la costumbre, los consejos y las tolerancias de sus iglesias locales. Los indiferentes, como Sancho Panza, declaran que "el papa está muy bien en Roma". Para los enemigos, el papado es en el mejor de los casos una anécdota histórica y, en el peor, una ominosa presencia en el mundo.

LOS CANDIDATOS Durante la elección, la prensa internacional divulgará una lista de probables candidatos. Será un ejercicio interesante pero fútil. Hay demasiados huecos en sus historiales públicos y en los detalles de sus caracteres y carreras eclesiásticas para que la apuesta tenga algún sentido.

En la Compañía de Jesús existe una práctica interesante. Cuando expira el mandato del superior de la orden, se pide a sus colegas que diseñen por escrito el retrato del hombre que debería reemplazarlo. Es una idea útil. De esa manera, el superior que se retira recibe una crítica de su actuación y el elegido, una declaración de qué se espera de él. En una ocasión reciente, ese tipo de exigencias hizo que un jesuita comentase esto: "Lo que buscan es a Jesucristo en un día de sol radiante".

El secreto y la mitología que rodean la elección de un papa añaden aún más importancia a la designación. El título más audaz de entre los que asume el pontífice es el de Vicario de Cristo. El título al que se da menos énfasis es el de Servidor de los Siervos de Dios.

LISTA DE DESEOS Todo ello conduce a que podamos enumerar una lista de deseos capaz de resumir lo que quieren los electores y las necesidades que resultan más urgentes para la Iglesia, que hoy en día es una comunidad dividida y desalentada.

Una de las preguntas es qué edad debe tener el nuevo papa. Un pontífice joven y robusto puede durar demasiado. En ese caso, las arterias de la Iglesia se endurecen a la vez que las del Vicario de Cristo. El papa Pablo VI estableció una edad de jubilación para los cardenales y obispos. Parece que hay un buen número de razones para que se dicte una medida similar con el Sumo Pontífice. La llegada de la edad avanzada y de la enfermedad no crearían entonces una crisis constitucional para la Iglesia o una crisis de conciencia para un pontífice enfermo arrastrado por su celo o por su ambición por completar sus proyectos a toda costa.

Otra pregunta: ¿de qué nacionalidad debe ser el papa? La respuesta debería ser fácil. La nacionalidad no parece ser importante. Se requiere un hombre universal para una Iglesia universal. Pero eso no es enteramente cierto. El papa es elegido primero como obispo de Roma. Todo lo demás surge de esa circunstancia. Los romanos, con razón, tienen derecho a reclamar un papa oriundo de Italia, como ha ocurrido durante siglos. Si él no puede hablar su idioma no lo respetarán, sin importar sus virtudes. Si no puede enfrentarse a sus sutilezas y entender su historia y la de su propio cargo será manipulado sin rubor alguno. Incluso si es italiano, no tendrán escrúpulos en aprovecharse de él siempre que tengan ocasión.

Pasa a la página siguiente