Entre el supermercado Ghazala y el pequeño puente peatonal de madera hay apenas 130 metros. Los separa un paseo marítimo con comercios de souvenirs , locales para practicar el submarinismo y restaurantes. En este pequeño espacio, en poco más de un minuto, se registraron las tres explosiones. Ayer eran visibles las huellas de la tragedia.

Las fuerzas de seguridad no acordonaron la zona para que los investigadores pudieran inspeccionar y buscar pistas sobre los autores de los atentados. Tan sólo se presentó una unidad de policías armados con porras que tomaron posiciones en el paseo, entre decenas de periodistas, vecinos, curiosos y diplomáticos de las embajadas de Alemania y Holanda en El Cairo que intentaban asistir a sus compatriotas.

Miedo en el cuerpo

Los comerciantes de Dahab, aún con el rostro desencajado y el miedo en el cuerpo, contemplaban el espectáculo en silencio. Algunos respondían a las preguntas de los informadores, otros intentaban hacer balance de los destrozos en sus locales.

"Esto no puede ser obra de un egipcio. Ningún egipcio haría esto a su pueblo", decía con voz entrecortada Said, un joven comerciante. A su lado, Salih intentaba poner orden en los destrozos que la onda expansiva provocó en su tienda de ropa. "Había mucha gente tendida en el suelo. Lo demás eran gritos y personas que corrían hacia todas partes", dijo, mientras un funcionario del Gobierno anotaba su nombre y echaba un vistazo superficial en el interior.

A escasos cinco metros de la tienda, un grupo de periodistas transmitía sus crónicas de radio bajo el toldo de un restaurante en la arena de la playa.

Planes inalterables

Las bombas sacudieron Dahab a una hora, las siete de la tarde, en que los turistas aprovechan para pasear o ir de compras tras un día de playa, mientras esperan para cenar junto al mar, con vistas a la costa saudí.

La primera bomba estalló junto al supermercado Ghazala, uno de los más frecuentados por los turistas. Ayer, el local abrió sus puertas temprano, como cada día, aunque alguno de los empleados se dedicaba a recoger cristales rotos. "La mejor respuesta a los terroristas es no cerrar. Ha sido una auténtica tragedia, pero la vida debe continuar. No podemos doblegarnos", señaló un empleado.

Trevor, un turista australiano de 60 años, recorría inquieto los pasillos del local cargado con refrescos. En el momento de los atentados estaba a cinco kilómetros de Dahab, en un campamento de beduinos que había ido a visitar. "Desde ahí escuchamos las explosiones", dice. "Por ahora no tenemos previsto alterar nuestro programa. Esta noche iremos al monte Sinaí".

Su tranquilidad contrasta con la ansiedad de las decenas de turistas que ayer intentaban salir de Dahab. Como Enrique y Lorena, dos argentinos que a última hora de la noche se colaron en un autocar que les sacó de allí.

La pareja se salvó por los pelos. Poco antes de las explosiones habían estado comprado en el supermercado Ghazala. "Las explosiones nos sorprendieron en el hotel. Al principio no les dimos importancia. No pensamos que fueran bombas. En realidad, nos enteramos de que eran atentados por la televisión, y eso que estábamos a 500 metros del lugar", dice Enrique.

Ambos recuerdan la confusión que reinaba en la calle, pero sobre todo la solidaridad, el apoyo y la ayuda que recibieron del personal del hotel y de los lugareños. "Se acercaban a nosotros y preguntaban si estábamos bien. Nos dejaron telefonear a nuestras familias y enviar mensajes a nuestro país desde los cibercafés".

También vivió las explosiones Daniel, un español de 30 años que reside en Londres. Había llegado hacía cuatro días para practicar el submarinismo y esa noche había decidido cenar en un restaurante de la playa famoso por su pescado a la plancha. La primera explosión le sorprendió sentado en la mesa. No le dio importancia. Pero poco después se registraron las otras dos al lado del puente peatonal de madera.

Tras la tragedia, el temor de los 50.000 habitantes de Dahab es la huida del turismo.