"Yo voy a votar en contra". Grégory no dice en contra de quién, por lo que hay que suponer que es en contra de todos. Nacido en Guadalupe, en las Antillas francesas, Grégory habla en los bajos de uno de los bloques de La Forestière, un conjunto de edificios construido en los años 70 como un proyecto urbanístico modelo y que, tres décadas después, se ha convertido en un gueto.

Es lo que la derecha gobernante llama "un barrio difícil", situado en Clichy-sous-Bois, la localidad de la banlieue noreste de París donde el 27 de octubre del 2005 saltó la chispa que incendió los suburbios con la muerte de los adolescentes Bouna Traoré y Zyed Benna, electrocutados al intentar escapar de la policía, que les perseguía.

La Forestière la forman 17 edificios desconchados de entre 6 y 16 pisos de altura alineados en torno a un estadio deportivo. La basura invade los parterres y las zonas verdes que quedan y que apenas recuerdan la buena intención de quienes diseñaron el conjunto urbano. La ropa tendida y todo tipo de cacharros se amontonan en los balcones.

En el interior de los bloques, una escalera de caracol desgastada de tanto pisarla asciende hasta los últimos pisos. En la mayoría de los edificios, los ascensores hace años que no funcionan, los buzones están destruidos y todas las paredes, tanto exteriores como interiores, están embadurnadas de tags, esas pintadas firma con las que se marca el territorio y se lanzan consignas. Peks, kiro y Nique la police (Jode a la policía) se repiten una y otra vez. Algunos apartamentos están tapiados con adoquines de cemento, desde la puerta de entrada hasta el balcón y las ventanas.

Más de 40 nacionalidades

Los balcones son un bosque de parabólicas. En los 508 apartamentos del barrio vive gente de 42 nacionalidades diferentes, la mayoría turcos y kurdos, pero hay una gran presencia de países como Senegal, Mali y Gabón; árabes, chinos... Pagan de alquiler entre 100 y 900 euros mensuales y unos gastos de comunidad desorbitados --de 1.000 a 1.500 euros al trimestre-- por servicios comunes, como el conserje y el ascensor, que no pueden utilizar porque o no existen o no funcionan.

Kalilou Coulibaly, 29 años, nacido en Dakar (Senegal), llegó a Francia cuando tenía año y medio y ahora trabaja en La Forestière de mediador, pagado por el Ayuntamiento de Clichy-sous-Bois. Los mediadores (asistentes sociales) disponen de una oficina, desde la que ayudan a los habitantes a resolver los más mínimos problemas.

"Aquí no hay un problema de inmigración, sino de gestión de la inmigración. Si yo hubiera tenido posibilidades en mi país, no hubiera venido. Tengo un primo que llegó a España en patera. No tiene papeles, pero creo que vive mejor él que vivo yo aquí en Francia", asegura Kalilou. El mediador recorre La Forestière, reparte saludos y en su paseo por el barrio emerge el problema de fondo. "Si yo vengo aquí, tengo que vivir como un francés, pero ellos nos han separado."

"No me siento francés en absoluto, aunque tengo la nacionalidad. Fuera de aquí, me siento mal, me miran como a un negro, no como a un francés", señala Mamadú. "Me siento francés. Nací en Francia hace 24 años, pero para ellos no soy francés. Hay que mezclar a todo el mundo, a los negros, los árabes, los cristianos, los judíos...", reclama Alí para evitar los guetos y promover la integración. "Cuando esto empezó a arder, se interesaban por nosotros, pero hay que preguntarse por qué ardió todo esto", prosigue Alí. "Soy francesa, pero no me siento francesa porque ellos te hacen sentir la diferencia", afirma Biné señalando su piel negra.

Anne Giudicelli, experta en las banlieues, coincide en el diagnóstico. "Las políticas de vivienda, de educación, han fracasado porque la cuestión de fondo es la de la identidad nacional. ¿Qué es ser francés hoy? ¿Lo son solo los blancos?", se pregunta Giudicellli, autora del libro Caillera... Esta Francia que tiene miedo. Caillera significa, en el argot verlan que utilizan estos jóvenes, racaille (chusma, gentuza, escoria), el término con que los definió el ministro del Interior, Sarkozy, en el 2005.

Identidad nacional

Giudicelli estima que estos jóvenes "queman o destrozan para obligar a los poderes públicos y a los medios de comunicación a reaccionar" y también porque el deseo de prosperar mediante el trabajo no figura entre sus valores. "A la vez, destestan el barrio, pero no pueden vivir sin él. Es como una gran familia, una forma de inserción, donde se estructura su identidad", explica.

En el libro, reflexiona así: "A falta de país, mi ciudad es mi vida; a falta de Francia, mi barrio se convierte en mi única referencia; a falta de otro sitio donde tomar mi parte, mi barrio es mi territorio; para hacerme respetar, no tengo que tener piedad. A falta de identidad, caillera yo seré".