Tras acogerse a la amnistía israelí ofrecida a 178 milicianos de Al Fatá, la vida de Abú Jabal, jefe de las Brigadas de Al Aqsa en el campo de refugiados de Ein Beit Al Ma, ha dado un vuelco. Ya no tiene que pasar las noches en vela pegado a un fusil y a un walkie talkie. Ni dormir cada mañana en un escondite diferente lejos de su familia.

Abú Jabal y la veintena de milicianos a su cargo han entregado las armas y renunciado por escrito a la lucha armada a cambio de desaparecer de las listas de fugitivos israelís. "El presidente Abbás cree que se ha abierto una nueva oportunidad para negociar con Israel y no queremos entorpecer sus esfuerzos", dice este hombre. Está convencido de que con el tiempo el resto de militantes del brazo armado de Al Fatá --salvo los grupúsculos financiados por Hizbulá o Irán-- se sumarán a la iniciativa.

La recompensa es suculenta: galones en los cuerpos de seguridad y un precio generoso por sus armas. Abú Jabal, en concreto, ha negociado con la Autoridad Nacional Palestina (ANP) el cargo de coronel en la Seguridad Preventiva. "Los milicianos merecen llevar una vida digna como civiles. Para agradecerles su sacrificio les estamos promoviendo en las fuerzas de seguridad", explica Akram Rajub, comandante de este organismo en Naplusa.

Pero en una organización sin un mando único, y dividida en multitud de grupos, no todo el mundo está dispuesto a renunciar a la resistencia. "¿Cómo vamos a entregar las armas si la ocupación continúa y no hay una amnistía general para todos los fedayín?", afirma Basem Abú Saría, alias el Gadafi, un combatiente de Naplusa.