"Acá está la vida de él en cautiverio", dice María Teresa Mendieta. Abre la caja con delicadeza y deja ver un puñado de cartas, de letra diminuta y abigarrada. "Las guardo como reliquias- para cuando llegue". Su esposo, el coronel Luis Mendieta, fue secuestrado por las FARC en 1998. Es el militar capturado de más alta graduación.

En otra parte de Bogotá, María Fernanda Perdomo vuelve a leer con voz entrecortada la carta que su madre, la congresista Consuelo González, del Partido Liberal, le envió a su hermana y a ella hace ya cuatro años. Fue en el 2003. Les escribió para pedirles libros, para aprovechar el tiempo, y cremas para las manos, para superar las inclemencias de la selva. También les decía que no se olvidaran de pagar las cuentas. "No se imaginan la falta que me hacen", termina la que ha sido la última prueba de su existencia.

González, que hoy tiene 57 años, fue en estos años abuela, se quedó viuda y perdió su escaño sin competir en las elecciones. En un principio, el caso pasó inadvertido al coincidir con el 11-S. "Allí comenzó la tortura", dice María Fernanda, de 33 años. Desde aquel 2001, el dolor es su propia sombra: donde va la acompaña.

Enorme crueldad

Lo mismo que a las de las familias de los 3.213 secuestrados en medio de un conflicto armado a los que muchísimos colombianos se han acostumbrado como a los olores de las casas o las rutinas más banales.

"Hay momentos, muy fugaces, en los que piensas que ya estás manejando el drama de su ausencia y de repente, ¡paf!, no puedes levantarte, pero pienso en mi mami, en su deterioro, y me digo: no podemos permitir que cuando vuelva nos encuentre destruidas", señala Perdomo, que observa una foto de la congresista y se pregunta qué será de su sonrisa.

La pequeña empresaria Mendieta, de 43 años, también hace lo imposible para no ser aplastada "por un sufrimiento indescriptible". Uno de sus hijos, José Luis, se acerca a la mesa para traer unas infusiones y muestra las mismas heridas del alma. "Cualquier cosa que diga no se puede asimilar a esta pena. Mi padre ha pasado nueve años encadenado, sin apenas comer. La última vez que estuvimos juntos, yo tenía 13 años. Mi hermana, 11. ¿Sabe lo que es eso?". Al familiar le cuesta hablar de lo que siente. Advierte que aquí no quieren escucharlo. "Es duro sentarte a tomar un café con alguien que dice que las cosas se resuelven con más tiros", reconoce Perdomo. Dice que falta solidaridad: los corazones están polarizados, llenos de odio. "La gente a veces dice sobre el secuestrado: bueno, son políticos, se lo merecen, tal vez sean mártires, en ese caso, la historia se lo va a agradecer, pero no le vamos a entregar el país a los terroristas. No negociaremos. Maneja tu dolor".

Los familiares de los rehenes se sienten cautivos en libertad. La muerte de un ser querido, por dura que sea, puede ser elaborada: tendrá una tumba con su nombre, un lugar para recordarlo. Pero el prisionero de las FARC en un territorio donde funciona un estado de hecho, ¿qué es? ¿Un muerto en vida?, como dijo Ingrid Betancourt. "Estamos en el aire, en el vacío", subraya Mendieta.

Su hijo describe entonces una situación kafkiana, atroz: como no se lo puede declarar muerto ni ausente, el coronel, al igual que los demás cautivos, está obligado a seguir cumpliendo sus obligaciones tributarias. "Está en un limbo jurídico".

Madres, esposas, hijos, hermanos les "hablan" a los suyos en la selva por medio de dos programas de radio. Son monólogos, mensajes arrojados en botellas. Tienen la certeza de que suelen oírlos. "Papi se fue al cielo", le contaron en enero del 2003 a Consuelo González. Su esposo, Jairo Perdomo, se había muerto de un infarto fulminante. Una semana antes le dijo su hija que no podía más.

Exigencia de la guerrilla

Pocos meses después de que la congresista fuera capturada, advertidas de que el Gobierno miraba hacia otro lado, sus hijas resolvieron internarse en la selva. Tras una semana de espera, lograron hablar con un comandante guerrillero. "Esto no se arregla con dinero, solo a través de un intercambio de prisioneros", escucharon decirle. Ella se había convertido en una moneda de cambio. "Las FARC destruyeron mi familia, pero a quien debo exigirle soluciones es al presidente, Alvaro Uribe", dice María Fernanda. Esa voz es común a miles que claman por un acuerdo.