Nadie tuvo que dejar de usar su tarjeta Visa cuando los defensores de Julian Assange lanzaron un ciberataque a la web de la entidad de crédito como parte de una operación de protesta contra empresas que han cortado sus servicios a Wikileaks. Por ahora hay solo algunos adolescentes detenidos por ese ciberataque. Se minusvalora, en cierta medida, lo ocurrido hablando de hacktivismo, o activismo de piratas informáticos. Y, sin embargo, es fácil verlo como una nueva versión de la resistencia, de una lucha de guerrilla --aunque sea de baja intensidad-- en la última encarnación de la guerra que se libra desde hace ya años y para la que se preparan todos los gobiernos a la vez que ninguno parece estar del todo listo: la ciberguerra.

Wikileaks ha vuelto a poner el ciberconflicto en un primer plano. Entre los documentos diplomáticos filtrados algunos confirman, entre otras cosas, la obsesión de países como China con la amenaza de la nueva ciberrealidad. Pero la comunidad política y militar internacional hace tiempo que es consciente de que al conflicto armado tradicional le ha sucedido ya uno en lenguaje binario que ha abierto en el ciberespacio un quinto campo de batalla tras la tierra, el mar, el aire y el espacio.

Rusia es generalmente identificada como una de las potencias más preparadas y activas (junto a Israel, Francia, Corea del Norte, Irán y China), pero desde Moscú se reclama desde hace años el diseño de tratados internacionales para lo que ellos definen como "guerra de información". Como Naciones Unidas, la OTAN tiene las discusiones sobre ciberseguridad como una prioridad en su programa e investiga expandir su defensa colectiva para incluir el ciberespacio.

Estados Unidos, reticente a esos acuerdos internacionales quizá por el efecto que el control y la regulación podrían tener en su dominio empresarial del sector informático, se sabe uno de los países más vulnerables en la ciberguerra, más preparado para el ataque que para la defensa. La estrategia del presidente Barack Obama ha sido intentar perfeccionar la Iniciativa Integral de Ciberseguridad Nacional que puso en marcha su predecesor, George Bush. Y en mayo entró en funcionamiento el primer cibermando del Pentágono, que dirige el general Keith Alexander, también director de la Agencia de Seguridad Nacional.

Uno de los principales problemas que identifican los expertos es que ese cibermando solo tiene potestades militares y la defensa de elementos clave de la sociedad civil, como la red de infraestructuras eléctricas, financieras y de comunicaciones --hiperdependientes de sistemas informáticos que fueron creados sin la seguridad como prioridad-- queda a cargo del Departamento de Seguridad Interior y del propio sector privado.

Lo reconocía en septiembre en una comparecencia ante el congreso el general Alexander. "No es mi misión hoy defender toda la nación", decía. Si un adversario ataca la red eléctrica, el esfuerzo defensivo tendrá que "depender principalmente de la industria comercial".

Esa realidad es la que preocupa a expertos como Richard Clarke, el hombre que Bush puso al frente de sus esfuerzos de ciberseguridad y que ha publicado el libro Ciberguerra. "Nadie en la segunda guerra mundial habría dicho a la principal acerera de EEUU que si los aviones nazis llegaban a bombardearles deberían tener sus propias armas para tratar de derribarles", lamenta.

Otro de los principales problemas de la ciberguerra es que las leyes que la rigen no están aún escritas ni se le pueden aplicar principios bélicos tradicionales como los de proporcionalidad y disuasión que han marcado la política de armas nucleares. Para que la disuasión funcionara habría que saber quién tiene qué armas y sus capacidades y habría que tener certeza ante un ataque de la autoría y, por ahora, nada de eso existe en el ciberconflicto.

SECRETISMO Las ciberarmas se desarrollan en secreto y sin discusión pública de cómo o cuándo podrían usarse, nadie sabe su alcance real y tanto el anonimato como la velocidad de los ataques pueden incitar a errores en la respuesta. La extensa y global cadena de producción de hardware y software hace, además, casi imposible asegurar protección.

No está ni definido qué constituye un ataque (algo que explica, por ejemplo, la oleada de reclamaciones entre políticos estadounidenses para que se califique a Assange y a Wikileaks de terroristas). "Si tumbas porciones significativas de nuestra economía consideraríamos eso un ataque, pero una intrusión por la que se roban datos posiblemente no es un ataque, y hay un enorme número de pasos intermedios entre esas dos opciones", decía William Lynn, subsecretario de Defensa.

Lynn hablaba en una conferencia en el Council of Foreign Relations en la que hacía una analogía con la aviación. "El primer avión militar fue desarrollado alrededor de 1908. Si internet tiene unas dos décadas, sería como si estuviéramos en 1928. Sería como si hubiéramos visto un par de bimotores enfrentándose en los cielos de Francia, pero no hemos visto lo que una verdadera ciberguerra va a ser". Eso sí, anticipaba que será "más amenazante, más dañina" que la guerra convencional.

Hablaba en futuro, pero son más tajantes otros como Mike McConell, director nacional de espionaje para Bush. "La ciberguerra ya ha empezado y la estamos perdiendo".