La Comunidad de Estados Independientes (CEI) nació con más pena que gloria y en 25 años apenas ha logrado enderezar su suerte. Fue un engendro de quienes hicieron que la Unión Soviética saltara por los aires para que ellos -los presidentes de Rusia (Borís Yeltsin), Ucrania (Leonid Kravchuk) y Bielorrusia (Stanislav Shushkévich)- pudieran reinar sin que Mijaíl Gorbachovles hiciese sombra. Reunidos los tres en una 'dacha' de la reserva natural de Belovézhskaya Pushcha (Bielorrusia), el 8 de diciembre de 1991 firmaron el Tratado de Belavezha, que finiquitaba el tratado fundacional de la URSS de 1922 y daba origen a la CEI para tranquilizar a sus malqueridos pueblos. La alumbraron como un intento de confederación que nunca llegó a ser e invitaron a las restantes 12 repúblicas soviéticas a unirse. Las tres bálticas -Estonia, Letonia y Lituania- y Georgia declinaron la invitación.

Hacía tiempo que el gigante no se sostenía en sus pies de barro, pero en el referéndum realizado nueve meses antes, una mayoría aplastante de la población (78%) se manifestó a favor de mantener la URSS. La fundación de la CEI pretendió acallar sus voces y calmar el desconcierto desatado entre los dirigentes de las repúblicas asiáticas. En la actualidad, el 56% de los rusos siguen lamentando el desmantelamiento de la URSS y solo el 21% defiende que la CEI conserve su forma actual, según el sondeo hecho público el lunes pasado por el Centro Levada, una organización privada rusa.

El 21 de diciembre de 1991, los dirigentes de 11 de las 15 repúblicas soviéticas confirmaron en el Protocolo de Alma-Ata la fundación de la CEI y la defenestración del hombre que quiso modernizar la URSS e impulsó la ‘perestroika’ (reestructuración). Un Gorbachov aislado e incomprendido dimitió cuatro días después como presidente de un país que había dejado de existir. Todo el poder de Moscúquedó en manos de Yeltsin. La CEI sirvió para que los estupefactos líderes de los nuevos países centroasiáticos, hasta entonces jefes del PCUS, se convirtieran en presidentes vitalicios.

DIVORCIO CIVILIZADO

Para Vladímir Putin, el objetivo de la CEI fue facilitar el “divorcio civilizado” de las repúblicas soviéticas. Precisamente Putin, empeñado en que Rusia recupere al menos parte del esplendor zarista, es quien ha tratado, desde su ascenso al Kremlin en el año 2000, de insuflar nueva vida a esta organización supranacional carente de poderes, porque ni siquiera sus fundadores creyeron en ella.

Hostigado por la OTAN y envidioso de la Unión Europea (UE), Putin ha renovado e impulsado las iniciativas de carácter político, militar, económico y comercial surgidas tras el nacimiento de la CEI y abandonadas u olvidadas. Entre ellas se encuentra la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, que en el 2002 se convirtió en una alianza militar de Rusia, Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguizistán y Tayikistán, a los que después se sumó Uzbekistán durante seis años. La pujanza económica de China también alentó a Rusia a estrechar los lazos en su zona de influencia con la Unión Aduanera Euroasiática, que entró en vigor en el 2010, y la Unión Económica Euroasiática, que contempla la libre circulación de trabajadores, bienes, capitales y servicios de los cinco firmantes. El 98% de los inmigrantes que se instalan en Rusia son de la CEI.

DIFERENCIAS POLÍTICAS Y ECONÓMICAS

El empeño integrador de Putin, sin embargo, no ha logrado resolver las profundas diferencias políticas y económicas que lastran la organización supranacional, donde países como Azerbaiyán y Armenia se han enfrentado militarmente y mantienen reivindicaciones territoriales. Muy al contrario, Putin, apoyado en los altos precios del gas y el petróleo, modernizó el Ejército ruso y desató el recelo de sus socios. En el 2005, Turkmenistán dejó la organización para convertirse en miembro asociado. Georgia, que se sumó a la CEI en 1993, la abandonó en el 2008, tras el enfrentamiento armado con Rusia por la región de Osetia del Sur.Después fue Ucrania la que se desequilibró, dividida entre las presiones para que se sumara a Unión Aduanera que promovía Moscú o al Acuerdo de Asociación avanzada de la Unión Europea.

En los dos últimos años, Ucrania ha anunciado un par de veces que abandonaba la organización de las exrepúblicas soviéticas, pero su fragilidad económica y los tres millones de ucranianos que trabajan en Rusia lo han frenado. En el 2016, el comercio bilateral se ha reducido a una décima parte después de que el Kremlin la excluyera del acuerdo de libre comercio por apoyar las sanciones internacionales contra Moscú por su anexión de la península de Crimea y su apoyo a los rebeldes del Donbass. Para Ucrania es más vital que nunca mantener el comercio con los demás países de la CEI. “Tenemos docenas de acuerdos bilaterales, reconocimiento mutuo de títulos y diplomas, pensiones y un largo etcétera”, dijo en noviembre el ministro de Exteriores ucraniano, Pavlo Klimkin, para justificar la permanencia.

Kíev, que trató inútilmente de impedir que Rusia presida el año próximo la Comunidad de Estados Independientes, es la que menos motivos tiene para celebrar el cuarto de siglo de la malnacida organización.