"De aquí nos sacan muertos, carajo!", gritó un encapuchado, y su arma comenzó a escupir balas. "¡Calma, no disparen!", le pidió un integrante del Grupo de Operaciones Especiales. La sublevación de centenares de policías en Quito finalizó en la madrugada de ayer tras 35 minutos de tiroteos que los ecuatorianos siguieron pegados a las pantallas de televisión. El rescate del presidente ecuatoriano, Rafael Correa, del hospital donde aseguró haber estado "secuestrado" 12 horas por "un grupo de desquiciados" dejó en el camino cinco policías muertos y 193 heridos, entre uniformados y civiles. Correa garantizó que "no habrá perdón, ni olvido".

El Gobierno y la Unión Suramericana de Naciones (UNASUR) hablaron de una tentativa de golpe de Estado cuyo alcance verdadero sigue siendo confuso. "Es el día más triste de mi Gobierno", dijo Correa al regresar al palacio Carondelet, la sede del poder ejecutivo. Desde allí arengó a los manifestantes que fueron a respaldarlo y dio su versión de los hechos: "Que nadie se engañe. Lo ocurrido no es una legítima lucha por una mejora salarial, sino un intento de conspiración que ha dejado cicatrices difíciles de olvidar".

SU VIDA, EN PELIGRO De acuerdo con el presidente, los policías que tomaron dos bases, la sede de la Asamblea Nacional y numerosas comisarías, abriendo por unas horas las puertas del caos, "fueron manipulados por partidos que quieren conspirar". Correa aseguró que la "horda de salvajes" quería "sangre" y hubiera entrado al hospital de no ser por el grupo de élite que lo devolvió a la sede presidencial: "Probablemente no estaría contando lo que estoy diciendo en estos momentos".

Correa prometió depurar "profundamente" las fuerzas de seguridad. Acto seguido, negó toda posibilidad de revocar la ley orgánica de servicio público, que encendió la mecha de una crisis de secuelas políticas e institucionales aún difíciles de medir. Los policías rechazaron en las calles su aplicación por considerar que reduce sus beneficios. "La ley es superbuena", afirmó en cambio el presidente. La versión contraria fue a su criterio propagada de manera falaz por "apátridas", entre los que incluyó a los medios de comunicación con los que está enemistado.

Las posibilidades de éxito del alzamiento se hicieron añicos desde el momento en que el jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas, Ernesto González, se alineó con el Gobierno. Algunos analistas se preguntaban ayer por qué los militares se demoraron en dar su respaldo. El otro interrogante tenía que ver con el grado de logística y coordinación territorial que mostraron los policías. Eso, se dijo, no se podría haber hecho sin el conocimiento de un sector de los servicios secretos o castrense.

El comandante de la policía, el general Freddy Martínez, dimitió del cargo. Ha sido reemplazado por el general Florencio Ruiz, quien fue explícito en su apoyo a Correa, pero dejó entrever su malestar con la ley de la discordia. "Ningún reclamo, por legítimo que fuese, justificaría el caos", dijo el diario El Universo, de Guayaquil, en su editorial. Pidió, además, deponer las "posturas extremas", que se "atiendan las reivindicaciones justas" y que se "respeten las libertades fundamentales". Para Hoy, de Quito, el Congreso ha sido en parte responsable de lo ocurrido. Debió cuestionar aspectos de la norma que desató la tormenta y no comportarse como "una sucursal" del Ejecutivo. "El malestar y la rebelión expresados por los policías el día de ayer no son los únicos. La inconformidad con estos procedimientos se extiende a otros sectores, y la fuerza política del Gobierno le ha servido para ignorar las voces discrepantes", advirtió.

ESTADO DE EXCEPCION Los silbatos de los agentes de tráfico volvieron a sonar en las calles de Quito. El estado de excepción regirá, no obstante, una semana. La Iglesia católica llamó a la "serenidad" y pidió un "diálogo positivo". La oposición se mantuvo en silencio. El Gobierno sigue viendo al excoronel Lucio Gutiérrez, golpista en el 2002 y presidente destituido en el 2005, detrás de la sublevación.