Después de una semana de caos y de extrema confusión política, el presidente interino de Bolivia, Carlos Mesa, ha tirado la toalla siguiendo los pasos de su predecesor, Gonzalo Sánchez de Losada, que en octubre del año 2003 fue forzado a dimitir del cargo por una revuelta que ahora se recrudece con el telón de fondo de los hidrocarburos y la amenaza de una intervención castrense en el país que ostenta el récord de golpes de Estado.

Al igual que en Argentina o Ecuador, las normas de la democracia decaen ante la presión de la calle, síntoma inequívoco de una enfermedad política en la que confluyen el populismo más o menos demagógico y los defectos estructurales de una sociedad dualista y descoyuntada.

La fractura entre los dirigentes de la izquierda boliviana, el cocalero Evo Morales y el sindicalista Jaime Solares, exacerban las protestas, mientras la burguesía de Santa Cruz, la provincia más rica del país, apela al separatismo.

Ante este panorama de desastres, el presidente Carlos Mesa, un intelectual de buena fe llegado por accidente al mundo de la política, no pudo imponer la sensatez. Su dimisión confirma que ha sido más fácil derribarlo que encontrar soluciones para los males que azotan el país.

*Periodista e historiador.