El debate sobre la inmigración en EEUU lleva años en la calle, y se ha intensificado desde que el 24 de abril Arizona aprobó una ley, que entrará en vigor el 29 de julio, otorgándose la autoridad para detener a cualquier sospechoso de estar sin papeles en el estado. Ayer, no obstante, la Casa Blanca cerró cualquier acceso a la prensa para cubrir una reunión entre el presidente, Barack Obama, y la gobernadora de Arizona, Jen Brewer, que se anticipaba tensa. Los discursos coinciden en puntos esenciales (la importancia de incrementar la seguridad en la frontera, la necesidad de regular la inmigración), pero están separados también por divergencias abismales.

Aunque sin llegar, como muchos activistas e incluso algunas autoridades, a definir la ley SB1070 de racista, Obama ha criticado duramente una normativa que considera "mal encaminada" y ha definido como "error". Incluso ha puesto a trabajar a su Departamento de Justicia para estudiar la constitucionalidad de la medida y opciones para bloquearla.

Brewer, por su parte, ha llegado a Washington (donde participa en una reunión de un Consejo de Gobernadores) con el mismo tono retador que ha empleado desde que la ley le puso en el primer plano de la actualidad nacional. La víspera del encuentro, en una entrevista en la CNN, la republicana decía ante la perspectiva de un reto federal en los tribunales: "Nos veremos en el juzgado. Tengo un buen historial de victorias".

La reunión se planteaba como un encuentro de peso simbólico para tratar de demostrar que dos partes enfrentadas pueden sentarse en la mesa y hablar. Pero nadie esperaba avances.

ENTRE DOS AGUAS Obama es consciente de que no puede arriesgarse a alienar más a los hispanos. A la vez, el partido que pueden sacar los republicanos de un asunto que enerva a muchos votantes conservadores, especialmente en un momento de crisis y alto desempleo, le obliga a mostrar mano dura y compromiso con una reforma. Las calles de EEUU, y especialmente las de Arizona, mientras, hierven.