El día se despereza pronto en el campamento de Teresa y Bejai a las afueras de Lille (Francia). Casi al amanecer, Teresa se lava la cara y las manos en una palangana, equilibra su panza de nueve meses y empieza a cortar madera de un palé. Clac. Clac. En la caravana aún duermen su marido y sus ocho hijos. Dos camas para 10 personas. Ingeniería del espacio. Teresa ha desayunado bimbo con Nocilla, pero luego se le han antojado alitas de pollo. Clac. Clac. "Haré una barbacoa", masculla. A las 11, las alitas ya humean. Y el olor, el Nestea y la Fanta de naranja (cualquier otra marca está proscrita) arrastran a las 18 personas que viven en las tres caravanas del campamento. El remolino que se forma esconde un sinuoso árbol familiar: además de Teresa y Bejai, hay otras dos parejas: Marin y Mailina, con cuatro hijos, y Doi y Luminita, que se casaron hace tres meses y tienen 17 años (él) y 16 (ella). Marin y Doi son hermanos. Y Bejai, el padre numeroso, es primo lejano.

Apurada la última alita, las mujeres recogen. El día alterna el no parar con el sopor. Lavar las perolas, sacudir las alfombras, volver a encender el fuego, cocinar, volver a lavar. Los niños lo mismo montan una bicicleta a base de despojos que se inventan circuitos con guías de aluminio y bidones o ven telenovelas indias en una tele que ahora se ve verde, ahora magenta. Los adultos se ponen a clasificar la chatarra. Aquí el cobre (el oro del basural: 4 euros el kilo). Aquí el aluminio. Aquí el hierro. Marin se pasa cuatro horas desmontando un transformador para extraer el cobre de la bobina. La pieza es minúscula, pero, en el bidón, todo suma.

Se improvisa una expedición a la déchetterie (desechería). Un brinco y se plantan al otro lado del muro. El mismo salto han dado unos franceses (payos y gitanos) que también rebuscan entre los contenedores. De ahí pueden sacar montones de ropa, pendientes, bicicletas, bolsos, muñecas, zapatos. Una prenda, por cierto, fetiche. No es extraño ver a las mujeres por el campamento con tacones. Ni a una con los zapatos que hace un rato paseaba la otra. Si se llevan una prenda y no les acaba de gustar, al día siguiente la regalan. Y vuelven a la déchetterie. A veces van cada día. A veces, si hay mucho material, se respira el furor de El Corte Inglés el primer día de rebajas.

De vuelta al campamento, toca comer (solo es mediodía y ya van tres comidas). Huevo frito y patatas. Luego, un grupo va a por chatarra a bordo de dos furgonetas que se van cayendo a pedazos. Cuatro horas después, a su regreso, dos actividades típicamente nocturnas. La primera es diaria y consiste en ir con dos bidones en busca de 50 litros de agua que, a falta de fuentes públicas, sacan mediante un truco de una boca de bomberos cercana. La segunda: quemar cable. El plástico arde y queda el cobre. Lo hacen con nocturnidad, no sea que los vecinos vean humo y llamen a la policía. Aquí los uniformes dan pavor. Son sinónimo de problemas. Lo que darían por ser invisibles y que nadie metiera la nariz en esta especie de limbo en el que se vive al minuto. Llegaron para un mes y ya llevan un año. Por eso, dicen, no apuntaron a los niños al colegio. ¡Si se iban en 30 días! Cuando tienen hambre --y hay dinero-- comen, cuando tienen sueño duermen. Para ellos, toda persona ajena al descampado es un ser derrochador con una nómina de 6.000 euros. Mínimo.

Dani Marco, la hija de 10 años de Mailina, se pasa la mañana escribiendo y dibujando en la libreta que guarda como un tesoro en su caravana. También copia un texto en francés. En Rumanía, cuenta, iba al colegio.

El parque de automóviles también vive al minuto. Antes del mediodía, las dos furgonetas se han quedado sin gasolina. Una al ir al chatarrero --de donde han vuelto con 250 euros tras llevar el material acumulado durante días-- y la otra al volver. La tranquilidad con la que montan expediciones a la gasolinera denota cierta práctica. Luego se reparten el dinero y van al súper. Patatas congeladas, aceite, pan, tomate frito, agua embotellada, Nestea, Fanta de naranja, Nocilla, tripa de vaca, galletas, tabaco. El frutero les regala plátanos y otro tendero yogures caducados.

Primera señal de alarma: Damian, hermano de Mailina, llega al campamento con cara de problema gordo. Habla de Sarkozy, de que quiere expulsar a la gente de los "campamentos ilegales". "¿El de aquí al lado de gitanos franceses también?", pregunta alguien. "No, solo rumanos. Dicen que mendigar y vivir en un campamento ilegal es delito. Nos echan", replica Damian. ¿Y ahora qué? Nadie responde. Todos preguntan. "¿Y si viene la policía?". "¿Y si nos meten en un avión?". Si eso pasara, repasan, perderían el descampado, donde se establecieron tras llegar a un acuerdo con el dueño. Y las furgonetas, que se caen pero costaron 600 euros. Y las caravanas, que compraron por 150 euros. Y 150 euros equivalen a reunir una tonelada de hierro. Pero lo que más les preocupa es ese rumor de que si no se van de forma voluntaria les pondrán en una lista y no podrán volver a Francia. Bejai y Teresa son todo inquietud. ¿Y si pierden las ayudas por tener tres hijos franceses?

La primera certeza llega en forma de llamada al móvil de Doi. Es su hermano Robert, que hasta hace unas horas vivía en un campamento vecino y ahora llama desde Bélgica. Cuenta que la policía les ha custodiado hasta la frontera, que el día anterior llegaron al campamento, les hicieron fotos y les dijeron que tenían 24 horas para irse. Si no, amenazaron, los expulsarían vía avión y engrosarían una lista de nombres proscritos en Francia. Nadie habló de 300 euros. Mucho menos de voluntariedades.

Robert, exaltado, pide que vayan a recuperar las montañas de chatarra que dejaron en su campamento. Y un grupo coge una furgoneta, una carretilla y se va para allí. Las excavadoras ya están triturando el campamento.

Aquello parece los despojos de un naufragio. La expedición acaba en susto: aparece la policía y una inspectora corriendo y gritando. "¿Qué hacen aquí, son del campamento?. No, madame, no, todo está bien".

Pero todo va a peor. Por la tarde, Marin acompaña a Bejai al campamento de su hermana Irina. Y allí, entre prisas, les dicen que esa mañana han recibido un ultimátum con forma de coche patrulla. Bejai se lleva a su hermana, al marido y a los cinco hijos. Llegan noticias de que otro campamento vecino ya está en Bélgica. Por la noche aún no han tomado una decisión. Se duermen pensando en cuánto tardará en en aparecer la policía.

La policía no les visita, pero sí los para cuando vuelven de la chatarrería. Papeles. Todo bien. De dónde vienen. A dónde van. A qué se dedican. Adiós. Mientras, en el campamento, las mujeres cocinan patas de pollo a la cazuela. El viento apaga varias veces el fuego. Hay una quietud aplastante. Esto parece la estepa mongola. Siempre la misma montaña delante. El mismo viento. El mismo silencio. "Me gusta este sitio, estoy a gusto, pero qué largas son las mañanas", dice Mailina. Cuchichea con sus vecinas, sentada en unos asientos de coche que hacen de sofás. Se apoyan, se hacen compañía. Ninguna toma medidas anticonceptivas. En Rumanía, explican, a unas conocidas les pusieron parches que les sentaban muy mal. No hay más que hablar.

El tropiezo con la policía acelera las decisiones: se van. A la una y media empiezan a hacer maletas, a descolgar cortinas y a colocar con ingeniería de tetris cojines, colchones, somieres, sofás, mesitas, cajoneras, mantas y garrafas en la furgoneta. Tres adultos delante. Y una mujer y siete niños detrás. Llevan los pasaportes y 300 euros para la gasolina. En el coche de Bejai, un monovolumen de tercera mano, se agolpan otras 17 personas. Les aguardan tres días de viaje. No llevan ni agua ni comida.

Un retén se queda. Por delante tienen una furgoneta y tres caravanas por descuartizar. Cuando las hayan triturado, por ellas sacarán 150 euros. Lo mismo que les costaron. No sienten apego por nada que puedan vender. Pero sí tienen miedo a que no les dejen regresar.