Nada más atravesar la frontera de Siria con el Líbano, el caos da la bienvenida. Medio centenar de hombres agitados han cortado la carretera con montoneras de tierra y piedras. Algunos van armados con palos, otros con kalashnikov. Son todos sunís, gente de los Hariri, la familia vinculada a Arabia Saudí que comanda al Gobierno libanés. "Hasta que Hizbulá no desbloquee el aeropuerto no levantaremos nuestras barricadas", proclama Omar Abdelkhatar, oculto tras unas gafas de sol y una gorra de cazador. "Solo en este pueblo --tercia uno de sus colegas-- somos 3.000 personas armadas dispuestas a combatir". Hay tensión. Dos hombres llegan vociferando. Omar tiene un último recado: "Ya es hora de que Sarkozy, Bush u Olmert bombardeen Teherán".

Mientras la capital política y financiera del Líbano recuperaba la calma al rendirse el Ejército y el Gobierno a las exigencias de Hizbulá, el resto del país se contagiaba de la ebullición bélica. Los combates llegaron a la región norteña y mayoritariamente suní de Akkar, al retiro vacacional de la montaña drusa de Aley y al precioso valle de la Bekaa, donde conviven --o convivían-- chiís, cristianos y sunís. Unas 20 personas murieron, dos de ellas, tiroteadas, por un tendero chií en Beirut durante el funeral de un partidario del Gobierno, muerto en una refriega.

IMPOSIBLE LLEGAR A BEIRUT Llegar a Beirut era ayer casi imposible, al menos por la carretera principal. Al transitar por Jdita, en la Bekaa, un cañonazo retumba detrás de las montañas. El Ejército, una presencia constante a la entrada de pueblos y en muchos cruces viales, impide el paso con sus tanquetas. Más adelante, una escena escalofriante. Una docena de niños, de entre 6 y 17 años, queman neumáticos y apilan piedras en la carretera a su paso por el pueblo suní de Qabb Elias. Van armados con palos, manchados de grasa y hollín. Hay que coger otro camino. Diez minutos después, una nueva turba de adolescentes se arroga el papel de policía. Uno de ellos se acerca al coche y pregunta al taxista: "¿De qué pueblo eres?". Por suerte, es de un pueblo suní y le dejan pasar.

Este descontrol del interior contrastaba con el apaciguamiento de la capital. Hizbulá retiró a sus hombres armados de las calles después de que el Ejército decidiera revocar la ilegalización de su red de telecomunicaciones declarada durante la semana por el Gobierno proocidental. Antes, el primer ministro, Fuad Siniora, dio un discurso a la nación con el que evidenció su debilidad. Tras decir que el "Estado no caerá en manos de los golpistas" y acusar a Hizbulá de "cercar" y "ocupar" Beirut, Siniora dejó en manos de los militares la decisión sobre la red telefónica de la guerrilla chií.

Y los militares dieron marcha atrás, conscientes de que Hizbulá está dispuesto a aplastar a cualquiera que toque su entramado militar. En un comunicado, afirmaron que repondrán en su cargo al jefe de la seguridad del aeropuerto, fiel aliado de Hizbulá, y lidiarán con sus telecomunicaciones con "respeto a la seguridad de la resistencia".

CIUDAD MUERTA Sin tiempo para reaccionar, Beirut era una ciudad muerta. Sin gente. Vacía. Las única zonas con un poco de trasiego eran los barrios cristianos del este, los únicos que se han mantenido al margen. La explicación, según el analista Gaby Jamal, reside en la alianza entre Hizbulá y el caudillo maronita Michel Aoun, los dos pesos pesados opositores. La pregunta es cuánta vida le queda al Gobierno de Siniora, que se ha negado en 17 meses a dar a los chiís el peso político equivalente a su demografía. Históricamente marginados por el Estado, los chiís han encontrado a su Mesías. El todopoderoso Hizbulá.