Si el infierno tuviera forma terrestre se llamaría Delmas. Recorrer el laberinto de calles numeradas con ese nombre en el corazón de Puerto Príncipe, el preciso lugar donde la tierra se partió en dos el martes, es hoy un viaje al horror. Porque cuando una vida acaba envuelta en un plástico y arrojada al camión de la basura o a la pala de una excavadora, cuando miles de personas caminan por las calles sin que sea posible siquiera hacerse una idea de adónde van, o cuando se forman entre edificios reducidos a polvo campamentos improvisados regados de heridos, miradas y mentes perdidos, lo único que puede sentirse, vivirse o pensarse es el horror, el apocalipsis. Yo lo he visto.

No hay policía en las calles, salvo algunos agentes apostados en las gasolineras donde aún queda petróleo. Solo los vehículos de Naciones Unidas y de unidades de emergencias llegadas desde todo el mundo dan sensación de que algo avanza en Puerto Príncipe, de que aún hay esperanza. Es más una voluntad, un deseo, que una realidad. Es imposible no temer que lo peor está todavía por llegar.

«¡Recojan los cadáveres, recojan los cadáveres!», implora un hombre joven a uno de los camiones de la ONU que se ha lanzado a recorrer la ciudad en dos de las primeras grandes misiones de reparto del Programa Mundial de Alimentos. Su clamor es lógico. Solo pensar qué puede pasar si no se actúa inmediatamente es aterrador. Ya ahora el hedor empieza a sentirse. Combinado con el húmedo calor, el polvo que se mete en los lacrimales, el calor, ese abandono de los cuerpos, hace anticipar lo peor.

Al paso del convoy también se acercan hasta las ventanillas algunos pidiendo mascarillas, un lujo que muchos sustituyen con lo que pueden: toallas, pañuelos, la mano, nada. Y los hay también que se llevan la mano al estómago. La frase es a menudo la misma: «Tengo hambre, patrón», clama un adolescente. «Tengo hambre», dice también una bella mujer. El camión no puede detenerse.

Desde el asiento, el recorrido, las peticiones, el dantesco escenario, las impensables imágenes y la desesperación -siquiera resignada, sin lágrimas- muestran lo imprescindible de que el mundo recuerde Haití, de que actúe, de que no deje que el horror se asiente todavía más.

Por derrumbarse en Puerto Príncipe se ha derrumbado hasta la cárcel, malas noticias para quienes aún tienen algo que proteger, para cualquiera con la suficiente visión como para saber que, con cada día que pase, con cada día en que se agote otra reserva de comida, más se intensificará el riesgo de violencia.

Este maldito terremoto ha regado su estela de destrucción con imágenes surrealistas, como esas puertas de hierro que han logrado mantenerse en pie mientras que todos los muros a su alrededor han caído, dejando desprotegido lo que la piedra y el metal intentaban proteger.

Pero si la destrucción física es notable, devastadora, se diría que irreconciliable -por lo menos en mucho tiempo- con la idea de la reconstrucción, lo peor es lo que ha hecho a la gente.

El horror late en esos pies hinchados y empolvados que asoman tras una manta, indigno ataúd, aunque sea temporal, hasta que llegue el de verdad. El horror se mueve en otros pies, los de miles de haitianos que hacen de las calles de la capital un río humano de trayectoria incomprensible, de origen desconocido, de desembocadura misteriosa. ¿Dónde van? ¿Caben todas sus vidas en esas maletas, en esos hatillos, en esas cajas de plástico o cartón, incluso en esos aparatos de televisión que algunos cargan sobre sus cabezas bajo el agobiante calor?

TRATAR DE ESCAPAR / El horror abarrota camionetas, techos de vehículos, motos y autobuses a los que hordas de gente intenta subir, empujando en las puertas, colándose por las ventanas. También ellos, ¿dónde van?

La mayoría intenta salir de Puerto Príncipe, en cuyas calles se siente la tragedia, se intuye ya una quizá peor. Los cadáveres abandonados en las calles o atrapados bajo los escombros empezarán pronto a pudrirse. La escasa comida que quienes perdieron sus casas han salvado no dará para muchos días más. Es inminente que empiece a faltar.

El horror está también en ojos y miradas, en gestos de hombres, mujeres y niños, muchísimos niños y adolescentes, que acampan donde pueden: cerca de una gasolinera, en un descampamado, pegados a un almacén de la ONU, donde se guardan las pastillas potabilizadoras de agua. El agua también escasea.

«¿QUIÉN NOS AYUDA?» / Por ahora, parece que muchos, incluso algunos que han perdido sus casas, se han organizado en campamentos improvisados con tres palos y cuatro plásticos y lonas.

Nadie se atreve a dormir bajo techo, nadie quiere regresar a su hogar. Las réplicas siguen sacudiendo la ciudad destruida, y lo hacen además con una fuerza capaz de hacer caer definitivamente cualquier construcción precaria que hubiera resistido las primeras sacudidas.

«Desde que la tierra ha temblado nuestros dirigentes no se han dirigido ni una vez al pueblo. Vale, ellos han resultado también afectados, pero podrían haber hecho algo», asegura un estudiante de 19 años.

«Míranos, ¿quién nos está ayudando? Ahora nadie», añade el estudiante. El palacio presidencial se desmoronó, también los ministerios y los cuarteles de las fuerzas de paz de la ONU. Haití hace frente a un peligroso vacío de poder, de seguridad, de gobierno.

«No tenemos nada. Necesitamos agua, comida, refugio. Solo nos tenemos a nosotros mismos», dice una mujer. En medio de este drama, en el vocabulario de Puerto Príncipe ha reaparecido otra de sus palabras, cargadas de horror: dechoukay. Significa pillaje en creole.