Bolivia es el país más pobre de Suramérica y el segundo más pobre de todo el continente después de Haití. Más de dos millones de bolivianos viven con menos de dos euros al día y el PIB per cápita está en torno a los 2.300 euros (algo más de seis euros al día). Las infraestructuras civiles están muy lejos de los estándares mínimos y en muchas regiones es un hecho el aislamiento de facto de muchas comunidades. Por último, Bolivia ostenta un triste récord: se trata del Estado latinoamericano que contabiliza más golpes de Estado. Pero Bolivia guarda en sus entrañas ricas reservas de petróleo y gas, codiciadas desde mediados del siglo pasado por las grandes compañías extractoras.

La Constitución sometida a referendo el pasado 25 de enero y aprobada con el 61,43% de síes y el 38,57% de noes pretende dar una oportunidad a Bolivia mediante un giro total en el enfoque de los asuntos públicos: primacía de los intereses de las comunidades indígenas y mestizas, intervención del Estado en la economía, incluida la propiedad pública de los yacimientos de gas y petróleo, y limitación de las explotaciones agrarias.

Lo cierto es, sin embargo, que incluso antes de conocerse los resultados definitivos del referendo, el lunes de la pasada semana, se manifestaron los primeros síntomas de división social: en los departamentos de Tarija, Santa Cruz, Beni y Pando, la llamada media luna, ganó el no y sus gobernadores exigieron intervenir en la gestión de la energía, como no han dejado de hacer desde hace dos años. A lo que se sumó la voz siempre inquietante de la pequeña pero influyente minoría criolla, acostumbrada a gobernar el país, repartir las influencias y utilizar el Ejército en beneficio propio desde los primeros días de la República.

Sobra decir que este ambiente de división y encono no resulta nuevo en el universo boliviano. Sí lo es, en cambio, el hecho de que por primera vez un indígena ocupa la jefatura del Estado, es defensor sin fisuras de la cultura cocalera milenaria y pretende poner fin a las formas tradicionales de promoción social: la escala de oficiales del Ejército y el latifundio, territorio casi exclusivo del mundo criollo. Otros antes que él promovieron reformas con suerte desigual, pero es la primera vez que al frente de las operaciones figura un amerindio. Lo intentó el presidente Víctor Paz Estensoro en los primeros 50 con su reforma agraria, y lo intentaron sucesivamente, más de una década después, los generales Alfredo Ovando y René Barrientos con el llamado pacto militar-campesino, que atenuó las tensiones sociales en el campo a costa de debilitar a la Central Obrera Boliviana, sindicato único con una larga historia de reivindicaciones, especialmente en el sector minero.

Los más veteranos aún recuerdan en Bolivia la confusión que acompañó la iniciativa del presidente Paz Estensoro. En una época en la que en amplísimas regiones de los Andes prevalecía el sentimiento de pertenencia a una comunidad indígena antes que a un Estado, no fueron pocos los indígenas peruanos que se presentaron ante funcionarios bolivianos, al final de una larga caminata, para acogerse a la distribución de tierras, ajenos al hecho de que su ciudadanía de origen les impedía beneficiarse de la reforma. Mario Vargas Llosa lo recordó hace unos años durante un curso de verano en Santander: "Llegaban convencidos de que tenían derecho a tierras porque siempre transitaron por allí sin atender a divisiones territoriales. Muchos creyeron seguramente que fueron objeto de engaño".

Hoy es impensable una situación como aquella, incluso en las quebradas más apartadas de los valles andinos, e incluso lo es el desgobierno que acompañó a la propuesta de reforma energética de corte liberal que precedió a la victoria electoral de Morales hace tres años, aunque las provincias díscolas lo han intentado varias veces. Ni siquiera es imaginable la desconfianza que siguió a la concreción del conocido como pacto militar-campesino.

En una hoja no fechada de mediados de los 60 se puede leer: "El presidente de la República (Barrientos) empeña su honor en el respeto de los acuerdos". Estos se presentaban con una redacción tan confusa y el garante de todo vivía tan lejos --en La Paz-- que los recelos estaban más que justificados. Y, aun así, acaso fuese aquella la última vez en la que el paternalismo criollo contentó momentáneamente las reclamaciones indígenas, hasta el punto de que en 1966, cuando la modesta guerrilla de Ernesto Che Guevara se emboscó en la selva de Santa Cruz para sembrar la revolución, se encontró clamorosamente sola. "Nadie les comprendía", recuerdan en los poblados de la región de Vallegrande, por donde anduvo la partida del Che y en donde ahora se reza en las iglesias por el alma de don Ernesto.

El legado del Che

Cuatro décadas más tarde es imposible deslindar el indigenismo militante de las ideas socializantes, que no son ajenas al legado post mortem del Che. De ahí los riesgos de fractura que debe afrontar Morales. Los síntomas de división se traducen en opiniones tan encontradas como las del intelectual de izquierdas Eduardo Galeano y el politólogo estadounidense Andrés Oppenheimer. Mientras la empresa de Morales es para Galeano "fundamental (...) no solo para Bolivia, sino para el mundo entero que está enfermo de racismo", el programa de Morales es para Oppenheimer "primitivo y causa de atraso".

Lo cierto es que el atraso del que habla Oppenheimer no ha abandonado nunca al grueso de la sociedad boliviana, y los privilegios de no más del 5% de la población, parapetada detrás del Ejército o formando parte de él, han excluido de la política a la mayoría indígena. Ahora bien, la rectificación histórica que encarna Morales está lejos de garantizar los equilibrios sociales que Bolivia nunca ha conocido. Porque a las dificultades planteadas por los departamentos de la media luna, relativamente prósperos, debe sumarse la depreciación del petróleo, primera fuente de ingresos para financiar las reformas sociales.