El presidente colombiano, Alvaro Uribe, cumplió el sábado dos de sus cuatro años de mandato con una popularidad del 80%, pero con la espada de Damocles pendiendo sobre los derechos fundamentales de los 45 millones de colombianos, la democracia, la institucionalidad y la salud del proceso de paz con los grupos armados, especialmente con los paramilitares de la ultraderecha.

Los analistas admiten que la victoria de Uribe ha sido devolver a los colombianos la confianza en el futuro, al darles más seguridad en ciudades y carreteras, pero consideran relativos o inexistentes sus triunfos en materia de paz, justicia social o crecimiento económico.

El talón de Aquiles de Uribe sigue siendo su plan de seguridad democrática, que amenaza los derechos fundamentales. En estos dos años, han disminuido los índices de secuestro y asalto a las poblaciones, pero no se han reducido los asesinatos de alcaldes, que pasaron de 9 a 15 en los últimos dos años; los paros armados, que pasaron de 12 a 28, ni los grupos paramilitares de ultraderecha, que pasaron de 12.175 hombres en el 2001 a 13.293 el año pasado.

Respecto a la paz, las negociaciones con los paramilitares de ultraderecha son cuestionadas por la improvisación con la que se llevan a cabo. El Gobierno inició aproximaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), pero el éxito es escaso, porque el ELN sólo se desarmaría a cambio de una paz social que Bogotá no puede garantizar. Con las FARC, la mayor y más antigua guerrilla de América Latina, el distanciamiento es cada vez mayor.

Además, en los últimos tres años, el índice de indigencia y pobreza en Colombia pasó del 59,8% al 64,3. El 10% de la población más rica pasó a tener de 78 a 80 veces más que el 10% más pobre. Uribe es un presidente popular pero, si no corrige su gestión, los pronósticos no son buenos.