"Ellos estaban del otro lado del río y creían que era un borracho. Yo les gritaba: soy Oscar Tulio Lizcano, pero nada". Al exparlamentario le costó convencer a los integrantes del Ejército colombiano de que se había escapado de las FARC. Su barba blanca y rala, la camiseta embarrada, los pantalones rotos, no parecieron suficiente evidencia. Ni siquiera el hecho de que caminaba con dificultades, lo que fue entendido como consecuencia de la supuesta embriaguez.

Frente a la incredulidad de los militares que acampaban a la vera del torrentoso Chocó, al noreste del país, a Lizcano no le quedó otra alternativa que exhibir la prueba de su fuga: su propio carcelero, Wilson Bueno Largo, alias Isaza o Isaías . "Les mostramos el fusil y ahí mismo se tiraron al río", contó.

Lizcano, que durante ocho años "mató el tiempo" leyendo a Homero y otros poetas (entre ellos Pablo Neruda y Mario Benedetti, fetiches culturales de la izquierda), comenzaba así a revelar ayer su propia odisea.

Los diarios mostraron imágenes previas a su captura, en el 2000, y las de quien regresó el domingo de las tinieblas. La distancia entre aquel hombre de 55 años y este de casi 63 no solo se mide por lo que indica el primer parte médico (desnutrición, anemia y enfermedades parasitarias); la línea que separa a los "dos" Lizcanos está hecha de sufrimientos enormes. "La soledad es terrible", dijo el excongresista. Con sus captores podía jugar al ajedrez, pero ellos no podían hablarle. Había que hacer algo para no enloquecer ni ser devorado por el silencio. "Enterraba palos, y en hojas de cuaderno le ponía nombres de personas: simulaba que era un salón de clase".

Pero una noche, en pleno sueño, el carcelero lo jaleó y le pidió que se pusiera las botas. "Nos vamos", le dijo. Los demás dormían. Lizcano tenía los pies hinchados y una fiebre que lo hacía volar. Soportó el hambre y llegó a rastras hasta el río. Lo demás es historia conocida.