Sale el sol y ya estamos listos para empezar una agotadora jornada. Es la segunda desde que estoy aquí. El primer día estuve en el hospital general, en la frontera entre Santo Domingo y Haití, y no podía imaginar lo que estaba viendo: los heridos se amontonaban en los pasillos y tenían para tres días hasta que los pudieran operar porque los quirófanos no daban abasto. Y ya en Puerto Príncipe, donde estoy, la situación es igual o peor. Esto es inimaginable.

Lo que estoy viendo aquí no se parece en nada a lo que viví como cooperante en el terremoto de Perú. Allí estaba todo muy coordinado y el idioma ayudaba. Aquí está todo caído. Tardamos cuatro horas para recorrer un kilómetro hasta que llegamos al hospital de campaña que hemos instalado. Hay escombros por todas partes; los controles de los americanos son insufribles y el olor de los cadáveres nauseabundo. La gente deambula por las calles porque no tiene casa adonde ir. Tienen hambre y sed. Aquí se habla de 240.000 muertos y los heridos se cuentan por miles también.

Los rastreadores van por delante de nosotros. Nuestro grupo ha logrado rescatar a 22 personas, algunas de las cuales habían aguantado más de 84 horas bajo los escombros. Disponemos en el hospital de campaña de once camas para atender a cientos de enfermos, muchos de los cuales ya fueron atendidos hace dos días, pero regresan llenos de pus porque las heridas se les han infectado. Las condiciones higiénicas son malas y muchos se agolpan en un descampado junto al hospital porque no tienen donde guarecerse. Se tapan con cartones tanto para aguantar el intenso calor como el frío de la noche.

Es cierto que hay más de 400 oenegés en Haití, pero la descoordinación es total, aunque haya buena voluntad por parte de todos. Muchas de esas asociaciones, además, han venido sin medios suficientes para trabajar en la ayuda humanitaria. Nuestro grupo cuenta con agua y víveres. Aun así, hemos montado una potabilizadora de agua en el hospital porque la necesitamos para trabajar y para dar de beber a los heridos.

La mayoría de las intervenciones que tengo que hacer son menores: heridas y contracturas, aunque también me he tenido que enfrentar a alguna amputación. Los americanos me han prestado material esterilizante porque son muchas las curas que hay que realizar.

El sol se pone y paramos. Y también el infernal ruido de los camiones y los helicópteros que durante todo el día nos machaca estemos donde estemos.

Aquí todo está derrumbado y la gente deambula por las calles y se arracima en cualquier lugar porque ya no tienen un lugar donde irse a dormir. No podemos ir a ningún sitio más que a descansar, aunque el olor a cadáveres nos invade allá donde estemos. El ruido de la noche también es infernal. Es lo que peor llevo porque no te permite descansar.