Abed Rabo es un suburbio al este de Yabalia, pero parece el Dahiya, el bastión de Hizbulá en el sur de Beirut devastado por Israel en la guerra del 2006. Cada cinco casas hay tres arrasadas, como si fueran latas de refrescos salidas de la prensa de una fábrica de reciclaje. Entre la maleza despuntan prendas de ropa, apuntes escolares y utensilios de cocina. Algunos siguen rebuscando algo que salvar, pero es imposible. Se impone la resignación. Junto a los esqueletos de cemento, han brotado cabañas, chabolas con paredes de mantas, donde algunas familias intentarán pasar el invierno.

Es el caso de la familia de Adel Mazanín. Nueve personas viven ahora en un cubículo con tejado de uralita y paredes improvisadas con pareos de tela. El 4 de diciembre las tropas israelís les ordenaron con megáfonos que evacuaran la casa y también el taller de costura que tenían en la planta baja. Poco después un misil golpeó la vivienda, rematada más tarde con explosivos. "Nos vamos a quedar aquí porque no tenemos adonde ir. Todos los ahorros los gastamos durante el bloqueo. Que Dios nos ayude", dice Adel Mazanín.

Pueblos o bases militares

Los campos que lindan con Abed Rabo solían ser empleados por las milicias palestinas para lanzar cohetes contra el sur de Israel. Igual que los de Atatra, un suburbio de la norteña Beit Lahiya. Su destino estaba escrito. Ambos han recibido todo el peso de la doctrina Dahiye, detallada en octubre por el jefe del comando sur, el general Gadi Eisenkot: "Lo ocurrido en el barrio del Dahiye le ocurrirá a cualquier pueblo desde el que se dispare contra Israel. Aplicaremos una fuerza desproporcionada causando una enorme destrucción. Desde nuestro punto de vista, estos no son pueblos civiles, sino bases militares. No es una recomendación. Es un plan aprobado".

En las calles de Abed Rabo ya no queda asfalto, ni cables eléctricos, ni canalizaciones de agua, ni farolas. Tampoco quedan muchos árboles. Un chaval carga con dos pequeños cipreses, rescatados de la destrucción. Las camionetas se llevan los olivos arrancados por las excavadoras para aprovechar la madera. En la carretera se forman colas de pedigüeños atraídos por el reparto de comida de las asociaciones islámicas. Y al acercarse el visitante, los chavales muestran en sus teléfonos móviles grabaciones de los bombardeos. Las más apreciadas son las lluvias de fósforo blanco. La munición explota en el aire y desciende en un paraguas de fuego.

Musa Saber es economista. Acaba de regresar a su casa. Dos maletas y un rostro demacrado. Vive en Tel Haua, un barrio adinerado de la ciudad de Gaza. En la capital la destrucción está más focalizada, aunque hay tantas calles bombardeadas o machacadas por los tanques que la circulación es una odisea. Ministerios, prisiones, cuarteles de policía, asociaciones de prisioneros, clubs juveniles, patios de colegio... "La ayuda humanitaria nos está matando", afirma el economista. "Nos está convirtiendo en una sociedad de mendigos, cuando lo que se necesita son inversiones para que la gente trabaje y las empresas produzcan. Para eso son necesarias fronteras abiertas".

En algunas calles queda patente la violencia de los combates. Las balas han quedado grabadas en la fachada y muchos edificios han ardido, pasto del fósforo blanco. Coches vapuleados y alguna ambulancia atacada se pudren en las cunetas. Los vecinos de Tel Haua y Zeitún, dos de los barrios tomados por Israel en los últimos coletazos de la guerra, hablan de civiles que fueron tiroteados después de que los soldados les ordenaran marcharse de su casa. Otros hablan de civiles baleados cuando huían con una bandera blanca.

Pero también hay reproches para Hamás. Una niña cuenta que los milicianos convirtieron el tejado de su edificio en atalaya de tiro sin avisar a los residentes. Un hombre afirma que policías de Hamás se refugiaron en el centro cultural de la Media Luna Roja tras ser arrasados los antiguos cuarteles de la Seguridad Preventiva. Israel no vaciló en bombardearlo destruyendo su gimnasio, su teatro, su academia de arte. ¿Está justificado?

Callos y cicatrices

Tampoco se han salvado docenas de fábricas. Bashir Murtaga fabricaba zumos y refrescos importando la materia prima a través de los túneles. Daba trabajo a 120 personas. Su empresa ha quedado inservible por las bombas. "No me cabe duda de que el objetivo era destruir la vida civil en Gaza. Hamás ha sido solo el pretexto", afirma Murtaga.

El palestino es un pueblo lleno de callos y cicatrices. Hay familias que, frente a las ruinas de su casa, aún bromean, pero la sucia guerra fratricida entre Hamás y Al Fatá y el constante asedio israelí han creado una sociedad exhausta. "Si abrieran las fronteras --dice Nabil Diab-- Gaza se vaciaría en dos horas".