La zamarra de color mostaza que John Kerry ha llevado siempre durante la recta final electoral se ha convertido en símbolo de su nueva personalidad, mucho más cercana al pueblo que la del distante senador aristocrático que los votantes veían al inicio de la campaña.

Porque esa prenda, de la que cree que le trae suerte, revela que es supersticioso, como cualquier hijo de vecino. Y lo es mucho. Lleva en un bolsillo el trébol de cuatro hojas que encontró poco antes de su inesperada victoria de Iowa que lo catapultó a la candidatura demócrata. En el otro, porta una hebilla que alguien le regaló cuando tuvo el triunfo sobre sus rivales de partido.

Ahora ya no deja que Josh Gottheimer --quien le escribe los discursos-- se quite la gorra de los Boston Red Sox que se tuvo que poner tras la victoria de éstos en la liga de béisbol. Este guionista había perdido una apuesta y debía llevar la gorra durante todo un día. Pero su jefe le obliga a seguir luciéndola porque cree que esa victoria fue el augurio de la suya. Este tipo de anécdotas ha abundado en su maratón electoral y le ha hecho más simpático a los ojos de sus seguidores, cada día más entregados.

En realidad, Kerry es uno de los aspirantes al Despacho Oval menos definidos, más desenfocados en la visión de los norteamericanos, a pesar de que ha estado a la luz de la opinión pública desde hace 35 años, cuando compareció ante la Comisión de Exteriores del Senado para denunciar no sólo la política de Washington en Asia, sino incluso los crímenes de guerra cometidos por sus compañeros de armas.

Muchos no se lo perdonaron. Pero era una cuestión de principios y poco después trató de ganar un escaño en el Congreso. Esfuerzo infructuoso que le apartó de la política durante 10 años y que evidenció su falta de raíces: buscando el mejor distrito para sus aspiraciones, registró domicilios en tres barrios de Boston, donde nació el 11 de diciembre de 1943.

La razón era simple: nunca había vivido en la zona porque su padre diplomático viajó con la familia por todo el mundo. Así que no disfrutó de la alta sociedad de Massachusetts.

Siempre buscó sus raíces. Las políticas, en John F. Kennedy, a quien conoció por que flirteó con una hermanastra de Jackie Kennedy. Entonces, ya demostraba sus extraordinarias dotes oratorias. Tan bueno es en los debates que los asesores de Bush excusaron las derrotas dialécticas del presidente alegando que Kerry es "el mejor disertador desde Cicerón".

Brilló como fiscal y abogado, pero no regresó a la política hasta los 41 años. Ni sus 19 años como senador de élite, ni su segundo matrimonio con la multimillonaria Theresa Heinz, ni su educación políglota son muy populares. Además, sus intrincadas argumentaciones y sus constantes cambios de postura le han hecho parecer oportunista y le han dado una imagen altiva y arrogante. Pero si logra bajar al nivel de las masas que empiezan a adorarle y les deja ver que es un hombre de carne y hueso, puede ganar hoy "la elección más importante de nuestras vidas", según sus palabras.