Cuando hace un año recorrió con una parsimonia regia la explanada del Louvre mientras sonaba la Oda a la Alegría, Emmanuel Macron hizo algo más que poner en escena su victoria. Hizo una declaración de principios. Instauró desde el primer día un estilo casi monárquico de ejercer el poder, reafirmó el europeísmo que marcó su campaña electoral y desmintió los augurios de que un outsider de la política no podía conquistar el Elíseo. Doce meses después, la revolución Macron continúa. El poder le ha desgastado, pero menos que a sus predecesores en su primer aniversario. Mientras Nicolas Sarkozy perdía el fervor del 28% de los franceses y François Hollande el 33%, la imagen de Macron sufre una erosión de 20 puntos, según un sondeo de Ipsos publicado por Le Monde.

Buena parte del país le da todavía una oportunidad al presidente y a la nueva oferta política que representa para intentar cambiar las cosas. Con una aplastante mayoría en la Asamblea Nacional, la oposición es inexistente y se sitúa en los extremos. La ultraderecha de Le Pen y la izquierda alternativa de Jean Luc Mélenchon, son opciones que están lejos de amenazar la hegemonía de Macron en el nuevo universo francés. Pero, no todo son buenas noticias. Hay disonancias entre el relato aperturista y de progreso y su forma de ejercer el poder. Más aún si se observaban las reformas.

NI IZQUIERDA NI DERECHA / Macron ha abandonado ese lugar ni de izquierdas ni de derechas que hizo célebre en su camino hacia el Elíseo. La ley sobre asilo e inmigración es profundamente represiva, su política fiscal favorece a los más ricos, los antidisturbios custodian las universidades rebeldes y las medidas desreguladoras pesan más que las protectoras. El desequilibrio entre la Francia acomodada y urbana que triunfa en el mundo globalizado y la Francia modesta y rural se acentúa. El candidato centrista se ha convertido claramente en un presidente de derechas para más de la mitad de los franceses. Aunque conserva una fuerte legitimidad por su apuesta reformadora para transformar un país alérgico al cambio, adolece de un déficit social y un exceso de autoritarismo.

La etiqueta de «presidente de los ricos» ha calado, igual que su escasa empatía por las preocupaciones de las capas populares. Liberalismo autoritario. «Hay una mezcla de autoridad y de modernidad. Conjuga un registro neoliberal -la start up nation- con una postura de orden y de autoridad asumida. Algo que no es nuevo, es lo que podríamos llamar un liberalismo autoritario», analiza en Le Monde el filósofo Jean Claude Monod.

El joven presidente es ambicioso y tiene prisa. La imagen subiendo de dos en dos los escalones que conducen a su despacho en el Elíseo, tomada el 14 de mayo del 2017 tras ser investido presidente, es toda una metáfora del ritmo galopante que imprime a su programa reformista. Moralización de la vida pública, flexibilización del mercado laboral, reforma de la formación profesional, de las prestaciones por desempleo, de la enseñanza primaria, del bachillerato, del acceso a la universidad, de las prisiones, los hospitales, la función pública, la empresa estatal del ferrocarril y hasta una revisión constitucional.

Además de convertir las estructuras socioeconómicas del país en una zona de obras, ha reducido en 120.000 el número de funcionarios, suprimido el impuesto de la vivienda para un 80% de hogares, aumentado la fiscalidad a los jubilados, rebajado el impuesto de sociedades del 33% al 25% y sustituido el impuesto sobre la fortuna por el de la renta inmobiliaria. También ha hecho los deberes que le impone Bruselas. Ha recortado el gasto público en 60.000 millones de euros y situado el déficit por debajo del 3%. El inicio de su mandato se ha beneficiado del ciclo expansionista mundial y de la recuperación de la economía europea, pero los franceses de a pie siguen sin notar la bonanza en sus bolsillos.

Realismo diplomático / El aspecto más convincente de Macron es su política internacional, aunque su voluntarismo ha cosechado de momento un magro resultado. Con una diplomacia realista, franca e imaginativa ha logrado situar de nuevo a Francia en el centro del tablero mundial del que la había borrado su predecesor. Al intentar transformar una Europa en crisis o hacer de Francia el garante de la lucha contra el cambio climático, quiere encarnar la grandeur francesa frente a las grandes potencias. Por eso recurre a escenarios de alto voltaje simbólico como Versalles, donde recibió a Vladimir Putin, o los Campos Elíseos, sentando en la tribuna de invitados a Donald Trump durante el desfile militar del 14 de julio.

Las debilidades del presidente se someterán a prueba en las próximas citas electorales, las europeas y las municipales, que pueden catalizar el descontento de los sectores damnificados por su liberalismo reformador. Sin olvidar, como sostiene el politólogo Vincent Martigny, que «la relación de los franceses con sus presidentes es una historia de amor que siempre acaba mal». En el caso de Macron la cuestión no es saber si llegará el divorcio sino «cuándo se producirá».